Aladino y la Lámpara Maravillosa

Aladino era hijo de un pobre sastre llamado Mus- tafá que habitaba en una rica ciudad de China. Mustafá murió cuando Aladino era muy niño todavía, y su madre tuvo que hilar algodón noche y día para mantenerse y mantener a su hijo.

En cierta ocasión, cuando iba a cumplir los quince años, Aladino estaba jugando en la calle con sus compañeros. Un forastero que pasaba se detuvo a mirarle. Este forastero era un mago africano que, para determinadas prácticas de hechicería, necesitaba la ayuda de un joven. Y vio que Aladino reunía las condiciones requeridas.

Primero preguntó cómo se llamaba el muchacho a un grupo que se hallaba allí cerca, y luego, acercándose a él, le dijo:

 

—¿No eres tú Aladino, el hijo del sastre Mustafá?

—Sí, señor —repuso el chico—, pero mi padre murió hace largo tiempo.

Al escuchar estas palabras, el mago le echó los brazos al cuello y, con lágrimas en los ojos, dijo:

—Soy tío tuyo. Tu padre era mi hermano. Te pareces tanto a él, que te he reconocido al momento.

Dio dos monedas de oro a Aladino y siguió diciendo:

—Ve, hijo mío, en busca de tu madre y dile que esta noche cenaré con vosotros.

Aladino corrió, complacido, con las monedas en la mano, adonde estaba la viuda.

—Madre —preguntó—, ¿tengo yo algún tío?

—No, hijo mío, ninguno. Tu padre no tenía ningún hermano, ni yo tampoco.

—Pues acabo de separarme de un hombre —explicó el muchacho- que dice ser hermano de mi padre. Me ha dado este dinero y dice que vendrá a cenar con nosotros esta noche.

La buena mujer se sorprendió mucho, pero salió a comprar provisiones y se pasó el día preparando una exquisita cena. Ya estaba a punto, cuando llamó a la puerta el mago, que entró cargado de toda clase de frutas y golosinas. Saludó a la madre de Aladino y, con lágrimas en los ojos, le rogó que le enseñase el lugar que ocupaba en la mesa su difunto hermano. Apenas se sentaron a cenar, comenzó a hablar de sus viajes.

—Mi buena hermana —dijo a la viuda—, no te extrañe no haberme visto hasta hoy. He vivido fuera del país más de cuarenta años y durante este tiempo he recorrido muchas tierras. Lamento que haya muerto mi hermano, pero me satisface descubrir que dejó un hijo tan guapo.

Volviéndose luego a Aladino, le preguntó:

—¿Dónde trabajas, Aladino? Quizás has emprendido ya por tu cuenta algún negocio.

Aladino bajó la cabeza, avergonzado.

Su madre contestó por él:

—Aladino no ha emprendido nada. No hace más que recorrer ociosamente las calles y jugar con otros chicos.

—Eso no está bien, sobrino —sentenció el mago—. Debes encontrar alguna manera de ganarte la vida. Yo te ayudaré con mucho gusto. Si quieres, alquilaré para ti una tienda y podrás vender ricas telas.

Aladino saltó de gozo ante esta idea, y dijo al mago que ningún otro negocio podía satisfacerle tanto.

—Bien; entonces —siguió diciendo el mago-, mañana te llevaré conmigo y te vestiré como el comerciante más rico de la ciudad; más adelante abriremos la tienda.

Volvió al día siguiente, como había prometido, y acompañó a Aladino a casa de un mercader que vendía toda clase de trajes. Aladino eligió el que más le gustaba y se mudó allí mismo. El mago llevó luego al muchacho a recorrer las mejores tiendas de la ciudad y por la noche lo invitó a una suculenta cena.

Cuando la madre de Aladino lo vio volver tan bien vestido y le oyó explicar cómo habían pasado el día, quedó muy satisfecha y ya no dudó de que aquel hombre era el hermano de su difunto esposo.

—Querido hermano —dijo al mago—, no sé cómo darte las gracias por todas tus bondades.

—Aladino —contestó él— es un buen muchacho y se lo merece todo. Creo que nos sentiremos orgullosos de él algún día. Mañana deseo llevarlo conmigo a visitar los jardines de las afueras y pasado mañana abriremos la tienda.

Aladino se levantó muy temprano a la mañana siguiente y apenas vio llegar a su supuesto tío corrió a su encuentro. El mago condujo al muchacho a unos bellos jardines que se extendían fuera del recinto de la ciudad. Pasearon por ellos, conversando y, poco a poco, se internaron en los campos.

Cuando se cansaron de andar, se sentaron junto a una fuente de agua cristalina y el mago sacó de sus alforjas una caja llena de frutas y pasteles.

Después de tomar un refrigerio, echaron a campo traviesa hasta llegar a un angosto valle rodeado de montañas. Era precisamente el sitio donde el mago quería llegar. Había llevado a Aladino a aquel lugar animado por una secreta intención.

—Bueno, no andemos más —le dijo—. Voy a enseñarte algo que nadie más que tú tendrá nunca ocasión de ver. Mientras me procuro una luz, coge esas ramitas secas y con ellas encenderemos un fuego.

Aladino tuvo pronto reunido un buen montón de leña; el mago le prendió fuego y, cuando se alzaron las llamas, arrojó en medio de ellas unos granos de incienso. Al mismo tiempo, pronunció unas palabras mágicas en una lengua que Aladino no pudo comprender.

Al instante se abrió la tierra a sus pies y apareció una gran losa de piedra con una anilla de cobre. Aladino se asustó tanto que quiso escapar, pero el mago se lo impidió agarrándolo con fuerza por el brazo.

—Si me obedeces —dijo-, no tendrás que arrepentirte. Debajo de esa piedra hay un tesoro escondido que te hará más rico que todos los reyes del mundo. Pero antes deberás hacer exactamente lo que yo te ordene.

A Aladino se le había disipado el miedo y respondió:

—Bueno, tío, estoy pronto a obedecerte. ¿Qué debo hacer?

—Coge esa anilla —dijo el mago— y levanta la losa.

Aladino hizo lo que se le mandaba, levantó la piedra y la dejó a un lado. En cuanto estuvo levantada, apareció una escalera de tres o cuatro peldaños que iba a morir junto a una puerta.

—Baja esa escalera y abre la puerta. Detrás hallarás un palacio dividido en tres grandes estancias. En cada una de ellas verás cuatro

grandes jarras llenas de oro y plata, pero no las toques. Debes pasar por las tres estancias sin detenerte. Sobre todo, procura no acercarte a las paredes ni rozarlas siquiera con la ropa, pues de hacerlo morirías instantáneamente. Al final de la tercera estancia encontrarás una segunda puerta, la cual se abre a un jardín lleno de hermosos árboles cargados de frutas. Atraviesa el jardín y al llegar a la pared verás en una hornacina una lámpara encendida. Tómala y apágala. Quítale luego el aceite y el pabilo y tráemela.

Después de dar estas instrucciones, el mago se quitó un anillo del dedo y se lo puso a Aladino, diciendo:

—Este anillo te protegerá contra todo mal. Ahora ve, hijo mío; haz lo que te encargo y los dos seremos ricos para el resto de nuestra vida.

Aladino bajó la escalera y abrió la puerta. Detrás encontró las tres estancias de que le había hablado su supuesto tío. Las cruzó con todo cuidado y pasó, sin detenerse, al jardín. Allí sacó la lámpara de la hornacina, le quitó el aceite y la mecha y se la puso en el cinto. Mas, antes de abandonar el jardín, se detuvo a contemplarlo un poco. Los árboles estaban cargados de frutos de diversos colores. Unos eran de un blanco mate; otros brillaban como el cristal; éstos eran verdes; aquéllos, rojos; éstos, azules; aquéllos, violeta. Los frutos de un blanco mate eran perlas; los que centelleaban, diamantes; los verdes, esmeraldas; los rojos, rubíes; los azules, turquesas; los de color púrpura, amatistas.

Aladino desconocía su valor, y creyó que no eran más que vidrios de colores. Pero como le gustaban mucho, tomó unos cuantos de cada color y se llenó con ellos los bolsillos, así como la bolsa de cuero.

Cargado con su tesoro, pasó a toda velocidad por las tres estancias y pronto llegó a la boca de la caverna. Al divisar al mago que le esperaba, le gritó:

—Tío, dame la mano. Ayúdame a salir de aquí.

—Dame primero la lámpara —repuso el mago—, para que no te estorbe.

—Es que ahora no puedo, tío. Te la daré en cuanto salga.

Lo que quería el mago era coger la lámpara y empujar a Aladino al fondo de la caverna para dejarle morir allí, pero el muchacho iba tan cargado con los frutos de los árboles que no podía sacar del cinto la lámpara. Insistió nuevamente el mago y, viendo que Aladino no le obedecía, se encolerizó tanto que volvió a arrojar unos granos de incienso al fuego y pronunció dos palabras mágicas. En el acto, la losa volvió a ocupar su sitio y cerró la entrada de la caverna.

Cuando Aladino se halló rodeado de tinieblas, llamó al mago y le dijo cien veces que estaba dispuesto a entregarle la lámpara inmediatamente, pero todo fue en vano. Bajó las escaleras entonces y quiso salir al jardín, pero la puerta estaba cerrada.

Por espacio de dos días permaneció allí a oscuras, sin comer ni beber. Por fin, juntó las manos para orar, se inclinó y, al hacerlo, frotó contra la losa el anillo que el mago le había puesto en el dedo. En el acto, un genio enorme surgió de la tierra diciendo: —¿Qué deseas? Soy el esclavo del anillo y te obedeceré en todo. Aladino contestó:

—Sácame de aquí

Al instante se abrió la tierra y Aladino se halló en el campo. Volvió a su casa, pero se desmayó delante de la puerta. Cuando volvió en sí, contó a su madre lo que le había pasado y le enseñó la lámpara y los frutos que había cogido. Luego le pidió de comer.

—¡Ay, hijo mío! No hay nada en casa, pero como tengo hilado un poco de algodón, saldré a comprar alguna cosilla.

—Guarda el algodón, madre —repuso Aladino—, y vende la lámpara que te he traído.

La buena mujer la tomó y, viendo que estaba sucia, empezó a frotarla con un poco de tierra.

Al instante apareció un genio espantoso, que con estentórea voz le dijo:

—¿Qué deseas? Soy el esclavo de la lámpara. Aquí me tienes, dispuesto a obedecer a quien la posee.

La madre de Aladino se asustó tanto, que ni podía hablar. Aladino le quitó la lámpara de las manos y dijo:

—Tráenos algo de comer.

El genio desapareció. Poco después regresó con una gran bandeja de plata. En ella había doce fuentes, también de plata, llenas de los más suculentos manjares. Había asimismo dos platos y dos vasos de plata. El genio colocó la bandeja sobre la mesa y desapareció.

Aladino y su madre comieron con excelente apetito. Nunca habían probado manjares tan exquisitos. Cuando se comieron todo lo que trajo el genio, vendieron una tras otra las fuentes de plata y adquirieron más provisiones. De esta manera vivieron bien por espacio de algún tiempo.

Un día en que Aladino paseaba por la ciudad, oyó un pregón. El sultán ordenaba que los comerciantes cerrasen sus tiendas y que todo el mundo se encerrase en su casa mientras la princesa pasaba por las calles, camino de los baños.

Aladino quiso verla y se escondió detrás de una puerta. No tardó mucho en aparecer la princesa acompañada de una multitud de doncellas. Al aproximarse a la puerta en que se ocultaba Aladino, se levantó el velo y él le vio la cara. Era tan hermosa que el joven se enamoró de ella inmediatamente.


 

Cuando habló de ello con su madre, la mujer se rió y dijo: —Pero, hijo, ¿en qué estás pensando? ¡Debes de haberte vuelto loco para hablar así!

—No estoy loco, sino muy cuerdo —repuso el muchacho—, y he resuelto que vayas a pedirle para mí al sultán la mano de la princesa. Preséntate a él hoy mismo y ojalá se muestre favorable.

—¡Yo! —exclamó la viuda—. ¡Dirigirme yo al sultán! Sabes muy bien que nadie puede presentarse delante de él sin ofrecerle un rico regalo. ¿De dónde quieres que lo saque?

—¡Ah! —dijo Aladino—. Tengo que confiarte un secreto. Aquellos pedazos de cristal que cogí en los árboles de la caverna son joyas de un gran valor. He mirado las que venden en las joyerías y no he visto ninguna tan grande ni tan hermosa como las mías. Si se las ofrecemos al sultán, estoy seguro de que su respuesta será favorable.

  • así diciendo, Aladino sacó las piedras preciosas del cofrecillo en que estaban guardadas y su madre las colocó en una fuente de porcelana fina. La belleza de los colores asombró a la buena mujer y pensó que aquel regalo no dejaría de complacer al sultán. Envolvió gemas y fuente en una servilleta fina de hilo y se dirigió a palacio.

    Al llegar, se encontró rodeada de una gran muchedumbre de negociantes y pedigüeños. Se abrieron las puertas, entró en la sala de audiencia con los demás y se colocó frente al sultán. Pero éste no reparó en ella. Por espacio de una semana, volvió a palacio todos los días y se colocó siempre en el mismo sitio.

    Por fin, el sultán la mandó llamar y le preguntó qué quería. Temblando, la buena mujer le comunicó los deseos de Aladino. El sultán la escuchó amablemente y a continuación le preguntó qué llevaba envuelto en el lienzo.

    Ella lo desdobló y colocó delante suyo las resplandecientes piedras preciosas. ¡Cómo se sorprendió el sultán al verlas! Permaneció largo tiempo sin pronunciar una palabra; sólo acertaba a mirar aquel prodigio. Luego exclamó:

    —¡Qué riqueza! ¡Qué hermosura!

    Sin embargo, como había resuelto casar a su hija con uno de sus cortesanos, dijo a la madre de Aladino:

    —Di a tu hijo que se casará con mi hija si me envía cuarenta bandejas de oro macizo llenas de piedras iguales a éstas. Deberán encargarse de traerlas cuarenta esclavos negros precedidos de cuarenta esclavas blancas, y todos irán ricamente vestidos. Di le que aguardo su respuesta.

    La madre de Aladino hizo una profunda reverencia y volvió a su casa diciéndose que todo estaba perdido. Transmitió a su hijo el mensaje del sultán, agregando:

    —Ya te dije que pedías un imposible.

    Aladino sonrió. Fue a encerrarse en su cuarto, tomó la lámpara y la frotó. El genio apareció instantáneamente y Aladino le rogó que le trajera todo lo que el sultán le había pedido.

El genio desapareció y regresó pronto con lo solicitado por Ala- dino. Cada esclavo negro llevaba sobre su cabeza una bandeja de oro llena de perlas, diamantes, rubíes y esmeraldas. Los cuarenta esclavos negros y las cuarenta esclavas blancas llenaron toda la casa.

Aladino les ordenó que se dirigieran a palacio, de dos en dos, y pidió a su madre que los siguiera y ofreciera aquel regalo al sultán.

Los esclavos iban tan ricamente vestidos que todos los habitantes de la ciudad se detenían para contemplarlos y ver las bandejas de oro que llevaban sobre la cabeza.

Al entrar en palacio, se arrodillaron delante del sultán. Hecho esto, cada uno de los esclavos negros colocó sobre la alfombra su bandeja y luego se colocaron en semicírculo alrededor del trono.

El asombro del sultán al ver tanta riqueza no es para ser descrito. Después de contemplar largamente los deslumbrantes montones de piedras preciosas, pareció despertar de un profundo sueño y dijo a la madre de Aladino:

—Ve, buena mujer, y di a tu hijo que le aguardo con los brazos abiertos.

La dichosa viuda no perdió tiempo en transmitir el mensaje a Aladino, rogándole que se diera prisa en obedecer, pero Aladino llamó primero al genio.

—Deseo darme un baño perfumado —dijo—. Luego me traerás un rico traje, un caballo tan espléndido como los del propio sultán y veinte esclavos que me acompañen; quiero también veinte mil monedas de oro repartidas en veinte bolsas.

Fue cosa de un abrir y cerrar de ojos. Aladino, vestido con un rico traje, montó a caballo y atravesó las calles. Diez esclavos marchaban a su derecha, otros diez a su izquierda y cada uno de ellos llevaba en la mano una bolsa llena de monedas de oro, que iban echando a la multitud.

Cuando el sultán divisó a tan guapo muchacho, bajó de su trono para recibirle y le condujo al salón donde se había preparado un gran banquete. Deseaba que Aladino se casara aquel mismo día con la princesa, pero Aladino dijo respetuosamente:

—Primero debo mandar que se edifique un palacio digno de ella.

Volvió a su casa y llamó al genio.

—Construyeme un palacio del más rico mármol, incrustado de piedras preciosas—ordenó—. Deberá tener cuadras y caballos, caballerizos y esclavos.

A la mañana siguiente, apareció el genio y llevó a Aladino al palacio. Era mucho más bello de lo que Aladino esperaba. Al visitarlo, el sultán y su corte quedaron estupefactos.

Ese mismo día, se celebró en medio de grandes fiestas la boda de Aladino con la princesa. Aladino supo conquistar el amor del pueblo con su generosidad.

En tanto, allá en Africa, el mago descubrió por medio de sus artes que Aladino, en lugar de haber muerto en la cueva, era riquísimo y famoso.

Lleno de coraje, marchó a China.

Al llegar a la ciudad, oyó hablar a todo el mundo del maravilloso palacio. Adivinó en seguida que todo era obra del genio de la lámpara y decidió apoderarse de ella.

Los mercaderes le dijeron que Aladino había salido de caza y que no volvería a la ciudad hasta pasados tres o cuatro días.

Entonces, compró una docena de lámparas de cobre nuevas y se encaminó a palacio, pregonando por el camino:

—¡Quién quiere cambiar lámparas nuevas por lámparas viejas! Al llegar debajo de la ventana de la princesa, todas las esclavas se rieron al escuchar tan absurdo pregón.

—Vamos a ver —dijo una de ellas— si ese viejo loco hace lo que dice. He visto una lámpara roñosa sobre una repisa. Le pediremos que nos la cambie por una nueva.

Se refería a la lámpara mágica que Aladino había dejado allí al salir de caza. Como la princesa desconocía su valor, también rió y dio permiso a la esclava para que la cogiera y la cambiara.

El mago dio por ella, alegremente, la mejor de las que poseía, y con paso apresurado se dirigió al bosque. Al llegar la noche, llamó al genio de la lámpara y le ordenó que le transportase a Africa, junto con el palacio y la princesa.

Es de imaginar la terrible cólera que sintió el sultán cuando descubrió que el palacio y su hija habían desaparecido. Envió a sus soldados en busca de Aladino y quería mandar decapitarlo en el acto, pero el pueblo amaba mucho a Aladino y se amotinó pidiendo al sultán que le conservara la vida.

—Estoy dispuesto a concederte la vida —dijo el sultán—, pero solamente por espacio de cuarenta días y cuarenta noches. En ese tiempo tienes que devolverme a mi hija si no quieres perder la cabeza.

Aladino erró como loco por las calles preguntando a cuantas personas encontraba si sabían lo que había sido de su palacio; pero las gentes creían que con el gran disgusto que estaba pasando había perdido el seso. Por fin, se detuvo junto a un riachuelo para beber un poco de agua. Como no llevaba ningún vaso, hizo copa de sus manos y, sin querer, rozó el suelo con el anillo mágico que todavía llevaba puesto en el dedo.

Apareció inmediatamente el genio del anillo y, como la otra vez, le preguntó qué mandaba.

—¡Oh, poderoso genio! —dijo Aladino—. Devuélveme el palacio.

—Devolvértelo no está en mi poder —contestó el genio—. Esto a quien debes pedírselo es al esclavo de la lámpara. Yo sólo soy esclavo del anillo.

—En ese caso, llévame adonde se halla el palacio.

Aladino se vio trasladado al punto a un país extranjero y se encontró de pie delante de su palacio. La princesa estaba en aquel instante en la ventana de su habitación, llorando amargamente. Al mirar afuera, vio a Aladino y se llenó de gozo. Le dijo que subiera y le contó todo lo sucedido.

Cuando Aladino supo lo del cambio de las lámparas, comprendió en el acto que el mago era el causante de sus penas.

—Dime —preguntó a la princesa—, ¿dónde está ahora la lámpara?

—El malvado me la enseña todos los días, para darme más pena aún de la que siento: la lleva metida en el cinturón y jamás se separa de ella ni de noche ni de día.

Aladino y su esposa hablaron durante largo rato y concertaron un plan para recuperar la lámpara mágica. Aquél fue a la ciudad y compró unos polvos que producían una muerte instantánea. La princesa se vistió sus prendas más ricas y convidó al mago a cenar con ella.

Mientras estaban sentados a la mesa, ordenó a una esclava que trajera dos copas de vino que tenía preparadas. Halagado por tanta amabilidad, el mago bebió el vino que ella le ofrecía y cayó muerto al instante.

Aladino, que estaba escondido muy cerca de ellos, cogió la lámpara y llamó al genio, ordenándole que los volviera a China con palacio y todo.

A la mañana siguiente, el sultán miró por la ventana y vio resplandecer bajo los rayos del sol el palacio de Aladino. Loco de alegría fue a abrazar a su hija y ordenó que se dispusiera un alegre festín que duró una semana entera.

Aladino y su esposa vivieron en paz. Al morir el sultán, Aladino subió al trono, reinó en China durante largos años y fue amado por su pueblo.


 

 

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put0 el que lo lea

asco

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