Lo pasado, pasado

 

 

recopilado por Wanda Gág

Éste es un cuento muy antiguo que me contó mi abuelo cuando yo era muy pequeña. A él se lo contó su abuela, a quien se lo había contado, a su vez, su abuelo, cuando era muy pequeña, allá en Bohemia. Ignoro dónde éste lo escuchó, pero ya veis que es un cuento viejo, muy viejo.

He aquí como me lo contaba mi abuelo:

Se titula Lo pasado, pasado, y es el cuento de un hombre que quería hacer trabajos domésticos.

Este hombre, que se llamaba Fritzl, y su esposa, cuyo nombre era Liesi, tenían una hija, a la que dieron el nombre de Kinndli, un perro, al que llamaban «Spitz», una vaca, dos cabras, tres cerdos y una docena de patos. Estos eran todos sus haberes.

Vivían en el campo y trabajaban sus pocas tierras.

Fritzl tenía que labrar, sembrar las semillas y arrancar las malas hierbas. Cortaba el heno y lo ponía en gavillas al sol. El hombre trabajaba mucho, día tras día.

Liesi debía limpiar la casa, preparar la comida, batir la leche para hacer mantequilla y cuidar del gallinero y del niño. Ella también trabajaba mucho, como podéis ver.

Ambos trabajaban mucho, pero Fritzl siempre creía que él trabajaba más. Por la noche, cuando volvía del campo tomaba asiento en su casa, se secaba la frente con un gran pañuelo rojo y decía:

—¡Qué calor hacía hoy al sol, y cómo he trabajado! Tú no te imaginas, Liesi, lo duro que.es el trabajo de un hombre. En cambio, tu trabajo es insignificante.

—¡Oh, no es nada fácil! —dijo Liesi.

—¿Nada fácil? —gritó Fritzl—. Todo lo que haces es dar una vuelta por la casa y limpiar un poco aquí y allá. ¡No puedes cansarte haciendo eso!

—Bueno, si es así como piensas —dijo Liesi—, podríamos cambiamos el trabajo a partir de mañana. Yo me encargaré de tu labor en el campo y tú de la mía en el hogar. Yo iré a trabajar el heno y tú podrás dar vueltas por la casa. ¿Quieres probarlo?

Fritzl pensó que le gustaría hacer aquello: tumbarse en la hierba y ver a su niña, a Kinndli, o sentarse a la sombra, batir la leche para preparar la mantequilla, freír una salchicha y cocer un poco de sopa. ¡Sería muy fácil! Sí, lo probaría.

A la mañana siguiente, Liesi no perdió el tiempo. Al romper el día andaba ya por el campo, con un cubo de agua en la mano y la hoz en la espalda.

  • Fritzl, ¿dónde estaba? Pues, en la cocina, friendo un par de salchichas para desayunar. Se había sentado después de poner la sartén en el fuego, y, mientras las salchichas se iban friendo, se perdía en agradables pensamientos.

    «Y ahora un poco de sidra —pensó—. Un jarro de sidra de manzana para acompañar las salchichas; lo que hace falta es un jarro de sidra.»

    Dicho y hecho.

    Dejó la sartén en el fuego y bajó al sótano, donde había un buen barril de sidra. Sacó el tapón del barril y miró cómo la sidra caía en el jarro, con tantas burbujas que era una gloria verla.

    Pero, ¿qué significaba tanto ruido en la cocina? ¡Qué estrépito! ¿Era quizás el perro, que robaba las salchichas?

    Sí, esto era. Y cuando Fritzl llegó a lo alto de la escalera, allí encontró a «Spitz» que salía por la puerta de la cocina arrastrando tras de sí la ristra de salchichas.

    Fritzl le siguió gritando:

    —¡Eh, ven acá, ven en seguida! —pero el perro no se detuvo. Fritzl corría, el perro corría también. Fritzl aceleraba el paso, pero el perro siempre le llevaba ventaja. Y, al final, el perro se escapó y nuestro Fritzl tuvo que abandonar la persecución.

    —Bien, paciencia, lo pasado, pasado —se dijo Fritzl, encogiéndose de hombros.

  • así regresó a la casa, mientras resoplaba y se secaba la cara con su gran pañuelo rojo.

    Pero, ¿y la sidra? ¿Había puesto el tapón otra vez en el barril? No, no lo había hecho, porque tenía aún el tapón en la mano.

    Se apresuró a regresar a casa; sin embargo, ya era demasiado tarde. La sidra, después de colmar el jarro, se había derramado por el suelo. Fritzl miró el charco y dijo:

    —¡Paciencia! Lo pasado, pasado.

    Era ya hora de hacer la mantequilla. Llenó el cubo de buena leche, lo llevó a la sombra de un árbol y comenzó a batir la leche con todas sus fuerzas.

    Cerca de allí estaba su pequeña Kinndli jugando entre las margaritas. El cielo era azul, el sol esplendoroso, y las flores parecían ojos de ángeles que brillaban entre la hierba.

    —Todo es hermoso ahora —dijo Fritzl, mientras seguía batiendo la mantequilla— Por fin puedo reposar mis cansadas piernas. Pero, ¡espera! ¿’Y la vaca? Me he olvidado completamente de ella y no le he dado ni una gota de agua en toda la mañana. ¡Pobrecilla!

    Se dirigió corriendo al establo, llevando un cubo de agua fresca para la vaca. Ya era tiempo, porque al pobre animal le colgaba la lengua a causa de la sed. Y, además, necesitaba comer, como pudo ver el hombre al mirarla. Fritzl la sacó del establo y la condujo a un verde prado.

    Pero, ¡un momento! Había que pensar también en Kinndli, la cual se vería tal vez en apuros si él se dirigía al prado. No, lo mejor sería no llevar la vaca al prado y tenerla cerca de casa, bajo techo. ¡El tejado, sí, claro! La casa de Fritzl no estaba cubierta de tejas, ni de madera, ni de hojalata, sino de musgo y tierra, y en ella crecían la hierba y las flores.

    No era difícil llevar la vaca al tejado, como se pudiera pensar. La casa de Fritzl se levantaba junto a la ladera de una pequeña colina. Bastaba, pues, conducir la vaca a la pendiente de la colina y allí, a sus pies, quedaba el tejado de la casa, cubierto de verde hierba. Esto era lo que debía hacer, y pronto estuvo hecho.

    A la vaca le gustó mucho permanecer allá arriba, y en seguida empezó a comer con muy buen apetito. Fritzl regresó entonces a terminar con la mantequilla.

    Pero… ¿qué era aquello? ¿Qué veía debajo del árbol?

    Kinndli se había subido en el cubo. ¡El cubo se inclinaba, se estaba volcando! Y allí, en la hierba, quedó Kinndli, toda cubierta de leche a medio batir y de mantequilla.

    —Esto es el fin de nuestra mantequilla —se dijo Fritzl, abriendo y cerrando los ojos. Después, se encogió de hombros y murmuró:

    —Lo pasado, pasado.

    Levantó a Kinndli, cubierta de manteca y leche, y la puso a secar al sol. Pero el sol estaba ya en lo alto del cielo. Era mediodía; la comida no estaba lista y pronto regresaría Liesi a casa en busca de un bocado.

    Dando grandes pasos, Fritzl se dirigió al huerto. Cogió unas patatas, cebollas, zanahorias, coles, remolachas, guisantes, rábanos, perejil y apios.

    —Un poquito de cada cosa; con esto haremos una buena sopa -se dijo Fritzl, con los brazos tan llenos de verduras que no pudo cerrar tras de sí la puerta del huerto.

Se sentó en un banco de la cocina y comenzó a mondar y cortar hortalizas. ¡ Había que ver cómo trabajaba aquel hombre y cómo volaban las mondaduras!

De pronto, oyó un gran ruido encima de su cabeza. Fritzl se puso en pie de un salto.

—La vaca —se dijo—. Está resbalando en el tejado. Podría caerse y romperse el cuello.

Subió de nuevo al tejado, esta vez con una gruesa cuerda enrollada al brazo. Ahora, estad atentos, os diré lo que hizo: cogió un extremo de la cuerda, amarró a la vaca por la mitad del cuerpo y dejó caer el otro extremo por la chimenea, hasta introducirlo en la cocina.

¿Y después? Cogió el extremo de la cuerda que colgaba de la chimenea y se lo ató alrededor de-su propio cuerpo con un fuerte nudo. Esto es lo que hizo.

—¡Ya está! —musitó—. Con esto se evita que la vaca se caiga del tejado. —Y comenzó a silbar, mientras seguía con su trabajo.

Puso unos leños en la chimenea y colocó un gran caldero de agua sobre ellos.

—Bueno, bueno —pensó—; por fin las cosas comienzan a ir bien y pronto tendremos una buena sopa. Ahora, pondré las verduras en la olla…

  • así lo hizo.

    —A continuación echaré el tocino…

  • lo hizo también.

    —Y ahora, a encender el fuego…

    Pero no pudo hacerlo. Porque la vaca, con gran estrépito, resbaló por el tejado y Fritzl…, bueno, Fritzl se quedó, el pobre, colgado de la chimenea sin poder subir ni bajar.

    Al poco rato, llegó Liesi del campo con el cubo de agua en una mano y la hoz en la otra.

    Pero, ¡santo Cielo! ¿qué era lo que colgaba del borde del tejado? ¿La vaca? ¡Sí, sí, la vaca! Y medio estrangulada además, con los ojos fuera de las órbitas y la lengua colgando.

    Liesi no perdió tiempo. Cogió la hoz y con rápido movimiento cortó la cuerda; y allí quedó la vaca, vacilando sobre sus cuatro patas, pero sana y salva, gracias al cielo.

    Después, Liesi vio que el huerto tenía la puerta abierta. Allí estaban los cerdos, las cabras y los gansos. Allí estaban todos, pero el huerto había quedado sin nada.

    Liesi siguió avanzando, ahí estaba «Spitz», el perro, sobre la hierba, harto de salchichas y al parecer sin encontrarse nada bien.

     

     

     

    Liesi siguió caminando y, ¿qué descubrió a continuación? El cubo puesto al revés y a Kinndli, a pleno sol, tiesa como un palo, con tanta crema y mantequilla secas.

    Liesi siguió avanzando. Dirigió una mirada al sótano. La sidra inundaba el suelo e incluso rebasaba la bodega.

    Liesi miró la cocina. El suelo se veía cubierto de mondaduras de hortalizas y lleno de platos y cazuelas por todas partes.

    Por último, se fijó en el hogar:

    —¡Dios mío! ¿’Qué ha pasado? —gritó.

    ¿Qué era lo que se veía en el caldero? Dos brazos que se agitaban, dos piernas que se movían y un ruido como el de gorgoteo que salía del agua.

    —Pero, ¿ qué significa todo esto ? —gritó Liesi—. Ella no sabía (pero nosotros sí, ¿verdad?) que cuando salvó a la vaca, algo le había ocurrido a Fritzl. Sí, sí: al cortar la cuerda, Fritzl cayó de la chimenea y, con gran estrépito, fue a parar al caldero.

    Liesi no perdió el tiempo. Tiró de los brazos y las piernas, y de allí salió su Fritzl, chorreando y balbuceando, con una hoja de col en el pelo, apio en el bolsillo y una rama de perejil en una oreja.

    —¡Ajá! ¿’Así es como cuidas de la casa? —dijo Liesi.

    —¡Oh, Liesi querida! —balbuceó Fritzl—. Tienes razón. Tu trabajo no resulta nada fácil.

    —Es un poco duro al principio, pero mañana lo harás mejor.

    —No, no —dijo Fritzl con espanto—. Lo pasado, pasado, como suele decirse. Y esto es lo que va a ocurrir con los quehaceres de casa. Por favor, deja que vuelva a mi tarea en los campos y no temas que diga nunca más que mi trabajo es más pesado que el tuyo.

    —De acuerdo —aprobó Liesi—. En este caso, podremos vivir en paz y ser felices para siempre.

    • así ocurrió.
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Josue

es mucho porque 🙁

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