por Elisabeth Roberts Ilustraciones de Charles Keeping
La feria comenzaba a las dos, y Simpey y su abuela iban a ella. El sol brillaba sobre el pavimento y todo estaba tan tranquilo que la banda de mĂşsica podĂa oĂrse a varios kilĂłmetros de distancia.
—Uno y medio, por favor —dijo la abuela dando el dinero al hombre de la entrada.
—¿Medio qué? —preguntó Simpey, mientras entraba en el recinto.
—Tú eres medio, yo soy una —explicó la abuela.
—Pero yo soy una persona entera —dijo Simpey-. Me parece que decir esto es una tonterĂa.
—Tienes toda la razĂłn. Es ridĂculo —respondiĂł la abuela. DespuĂ©s, señalando hacia el campo, dijo alegremente:
—Mira, un tiovivo. ¡Arriba todo el mundo!
—¡Vamos allá! —dijo Simpey, y salió tras ella.
EligiĂł un tigre, y, a su lado, su abuela se sentĂł sobre un bello avestruz. No se veĂa gran cosa del avestruz con la abuela sentada encima de Ă©l, pero quedaba muy bien, imponente; y ella no dejaba de sonreĂr.
—Espero que todos los animales sean fuertes y sanos —dijo Simpey, mirándola.
La mĂşsica sonĂł de pronto en el centro del tiovivo, y el carrusel comenzĂł a girar.
Simpey se agarrĂł fuertemente al palo dorado que atravesaba al trigre.
—¡Huy! —exclamó la abuela cuando todo comenzó a moverse más y más aprisa—. Tendré que agarrarme con las dos manos. ¿No es fantástico?
—Tú subes y bajas cuando yo bajo y subo —gritó Simpey entre el ruido de la música. Sus mejillas estaban encendidas y comenzaba a embrollársele el cabello.
Fueron dando vueltas cada vez más aprisa. Simpey pasĂł muchos apuros para agarrarse. El avestruz volaba detrás de Ă©l, arriba y abajo, llevando a la abuela; y cuando parecĂa que los dos iban a despegar y volar en el espacio, el tiovivo comenzĂł a detenerse y el viaje terminĂł.
La abuela se colocĂł bien el sombrero cuando los dos se apearon y pisaron de nuevo la hierba.
-Esto ha sido algo grande. ¡Palabra! —dijo la abuela como si acabara de vivir una experiencia importante.
-¡Ya lo creo! -Simpey se inclinó y se tocó las piernas— Me tiemblan las rodillas —dijo.
—Salta un poco —sugirió la abuela.
—¡Mira! ¿Qué es esto? —dijo la abuela de repente. Se inclinó sobre una caja de madera que estaba a la sombra de un gran árbol. El techo de la caja era de tela metálica y algo forcejeaba en el interior.
Simpey puso la nariz sobre la tela metálica y curioseó.
—Es un cerdo rosado —dijo suavemente—. Es muy pequeño, casi tanto como un gatito.
La abuela miró el anuncio que estaba clavado en el árbol: «Concurso de bolos. Premio: el cerdito. Gánelo por seis peniques.»
—¡Ah! —dijo despectivamente—. ¡Vaya cuento!
—¿QuĂ© clase de bolos? —preguntĂł Simpey. Su nariz tenĂa la marca producida por la tela metálica.
—Son bolos como botellas de madera —dijo la abuela comenzando a caminar muy aprisa.
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—Pero… podemos jugar a esto. —Simpey frunciĂł el entrecejo. CorriĂł detrás de su abuela y la agarrĂł de la manga.
—Tú juegas a esto mejor que yo —dijo Simpey con vehemencia.
—Vamos allá—respondió la abuela.
El hombre del puesto los mirĂł con sorpresa cuando la abuela le dio los seis peniques.
—Yo, en su lugar, lo tomarĂa con calma, señora —le dijo mientras le tendĂa tres grandes bolas de madera.
—¡TonterĂas! —respondiĂł la abuela.
La abuela parecĂa muy enfadada. LevantĂł la barbilla y de pronto dio la impresiĂłn de que era mucho más alta. Le tendiĂł el bolso a Simpey para que se lo sostuviera.
—Bueno, ¿dónde me coloco? —preguntó.
Los bolos parecĂan estar muy lejos. Simpey agarrĂł fuertemente el bolso e inclinĂł la cabeza, para ver mejor.
—Bueno —dijo la abuela, levantándose un poco las faldas- ¡Vamos allá!
La primera bola tropezĂł con un montĂłn de tierra y se perdiĂł. Casi inmediatamente, cogiĂł la segunda bola, apuntĂł y la arrojĂł, con tanta suerte que sĂłlo dos de los bolos quedaron en pie.
—¡Vaya! —dijo el hombre.
—¡Ahora! —dijo la abuela, respirando fuerte.
Simpey cerrĂł completamente los ojos. Cuando los abriĂł, todos los bolos estaban tendidos en el suelo. La abuela se frotaba el brazo y silbaba una cancioncilla para sĂ.
—Yo nunca… —balbuceĂł el hombre.
—Bueno, ¿qué pasa con el cerdo? —preguntó Simpey.
—Tendrán que esperar a que la feria termine —dijo el hombre—. No hay muchos que tiren todos los bolos. Apuntaré su nombre y dirección. El que tiene mejor marca es quien gana el cerdo.
—¡Oh! —pensĂł Simpey—, podrĂamos llamarlo Arturo. Y ya en voz alta, le dijo a su abuela al devolverle el bolso:
—Perdona que lo haya mordido.
—Vamos a tomar un helado -ordenó la abuela chasqueando la lengua.
Cuando llegaron a casa de la abuela, se sentaron los dos junto a la ventana.
Lo habĂan visto todo en la feria. La abuela tenĂa los pies en agua caliente. Simpey llevaba un batĂn y los dos comĂan bizcocho con leche. En aquel preciso instante, una camioneta se detuvo frente a la casa. Simpey mirĂł por la ventana. DejĂł el tazĂłn cuidadosamente en la repisa y dijo lentamente:
—Abuela, mejor que te pongas las zapatillas enseguida. Me parece que el cerdo ha llegado.
Y asĂ era, en efecto.
Dos hombres transportaban la caja y la dejaron en la cocina. Antes de que se fueran, la abuela hablĂł un largo rato con ellos frente a la entrada principal.
Cuando regresĂł, Simpey volvĂa a tener la marca de la tela metálica en su nariz.
—¿Quieres soltarlo? —dijo él a la abuela— Tú ganaste la partida.
La abuela paseĂł pensativamente la mirada por toda la cocina.
—Bien —dijo. Se inclinĂł y abriĂł la portezuela que habĂa en uno de los lados de la caja. Casi al momento apareciĂł la sonrosada cara del cerdito. Simpey sonriĂł. AbriĂł los brazos y corriĂł hacia Ă©l.
—Arturo —dijo—, ¡hola, amigo mĂo!
Arturo pareciĂł entusiasmarse ante la idea de la amistad. SaltĂł de la caja y atravesĂł corriendo la cocina. Sus patitas hacĂan un tip-tap, tip-tap muy divertido sobre el linĂłleo. De pronto, se parĂł y mirĂł a la abuela.
—¡ Ik! —dijo.
—Hola, Arturo —saludó bondadosamente la abuela.
—¡Ik!, ¡Ik! —repitió Arturo.
-Tiene buena voz -dijo Simpey.
—Sà -asintió la abuela. Y pasando cuidadosamente al lado de Arturo, se dirigió a un armario.
—Yo dirĂa que quiere comer algo —dijo.
—Yo también tengo hambre —dijo Simpey.
Todos tomaron un poco de potaje. Arturo lo hizo en un plato metálico que no paraba de moverse. EmpezĂł a comer en Ă©l en un extremo de la cocina y terminĂł en el otro. ComĂa muy aprisa. La abuela pasĂł un trapo por el suelo.
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—No creo que quiera jugar a algo ahora, ¿ verdad ? —dijo Simpey.
—Creo —dijo la abuela— que no serĂa mala idea si se va pronto a la cama. Ha tenido un dĂa muy ajetreado.
-Pues no parece muy cansado -dijo Simpey mirando a Arturo, que olfateaba un rincĂłn.
—Nunca se sabe con los cerdos —sentenció la abuela.
—¿Tienes sueño, cerdito? — preguntó Simpey.
Arturo se sentĂł en el suelo.
—Le buscaré algo donde pueda echarse a dormir —dijo la abuela— Y mañana estará dispuesto a hacer lo que sea.
—Hasta mañana —dijo Simpey sonriendo a Arturo.
Al dĂa siguiente desayunaron todos en la cocina. Arturo, el cerdo, intentaba de nuevo cazar su plato, que se movĂa de un lado a otro.
—Se te está enfriando el huevo —dijo la abuela—. Puedes hablar con él después.
Simpey cogiĂł la cuchara.
—Le he oĂdo por la noche —dijo— Se ha pasado la noche chillando y rascando.
—Yo me he pasado la noche rascando —dijo la abuela— És un cerdo muy vivo… —BostezĂł un poco-. Por lo que respecta a Arturo… —comenzĂł a decir.
—Arturo, Arturo —Simpey comĂa a toda velocidad.
—SĂ, me alegro de haberlo ganado —continuĂł la abuela mientras pasaba la mermelada de cereza a Simpey.
—Lo que pasa es que —continuó— no creo que lo podamos tener mucho tiempo.
Simpey dejĂł caer la cuchara.
Se hizo el silencio en la cocina; sĂłlo Arturo husmeaba ruidosamente debajo de la mesa.
—¿Por quĂ© no? —preguntĂł Simpey. Su desayuno parecĂa habĂ©rsele atragantado.
—Bueno… Se trata del piso, Âżsabes? —dijo la abuela— No puedo tener un cerdo aquĂ.
—Supongo que ha sido por esto que has rascado esta noche —dijo Simpey, dando vueltas y más vueltas con la cuchara en el mantel.
—SĂ. Además —dijo la abuela—, los cerdos deben vivir con otros cerdos.
—Pero… —empezĂł Simpey.
—Pero -dijo la abuela con firmeza- tengo una buena idea. Te la contaré.
ExplicĂł entonces que uno de los hombres que habĂa traĂdo a Arturo tenĂa una esplĂ©ndida granja, no muy lejos. Le habĂa dicho que el cerdito podĂa vivir allá, y que Simpey y su abuela podĂan ir a visitarlo cuando quisieran.
Simpey se sentó. —¿Tiene otros cerdos como Arturo —preguntó— y caballos, y vacas, y un campo de heno ?
—Todo —dijo la abuela.
Simpey cogiĂł el bote de mermelada.
—Va a ser un cerdo con suerte —dijo— Vivir en una granja… y nosotros le visitaremos cada dĂa.
Estos hermosos libros me acompañaron durante muchas noches de mi infancia.