Tía, voy a ver si puedo saber al fin lo que es miedo

por Antoniorrobles .Ilustraciones de Antonio Munill

Pues, señor, doña Ensalada del Bote estaba de guardosa en una lejana hacienda con bosques, en la cual todos ios ruidos misteriosos sonaban a izquierdas y derechas, y como doña Ensalada del Bote se quedase viuda y tuviera miedo de vivir sola, escribió a su hermana una carta para que le enviase a uno de sus hijos.

Efectivamente, a media noche llamaron a la puerta de su cabaña: ¡Toe, toe!

—¿Quién llama? —preguntó la miedosa doña Ensalada.

—Soy su sobrino Quique Risafuerte.

—¿Y cómo vienes tan de noche?

—¿Y qué más da de día que de noche? —preguntó el muchacho, que sólo contaba once años.

Le abrió su tía, se abrazaron, y le instaló en un rincón, sobre un colchón de paja.

Con la presencia de Quique Risafuerte, doña Ensalada del Bote tenía menos miedo. Pero en una noche de invierno en que la tía y el sobrino estaban junto al fuego, un viento tempestuoso se desencadenó e hizo que los árboles aullasen como fieras doloridas y las doloridas fieras aullasen entre los árboles; por lo cual, la puerta se abrió de pronto con el huracán, armando gran estrépito.

 

Quique Risafuerte soltó la carcajada como si aquello hubiese sido una gracia; pero su tía le dijo:

—¡Corre a cerrarla, que tengo un miedo horrible!

—¿Miedo? —repitió el muchacho—. ¿Qué es eso? ¿A qué se parece el miedo?

—Pues hijo, yo no sé explicártelo. Hasta que no se siente, no se sabe lo que es.

—¡Ah!, pues yo tengo que ir a buscarle —exclamó el niño—. Mañana saldré de aquí muy temprano; haré que venga con usted otro de ,mis hermanos, y luego iré a recorrer el mundo, hasta que me encuentre al fin con el miedo.

Hizo lo prometido. Salió antes del amanecer, consiguió que su hermano mayor viniese a la cabaña de su tía, y él siguió andando, andando, hasta que, ya de noche, vio una fogata en lo alto de una lejana colina.

—Iré hacia allá —se dijo—, que quizá el miedo esté allí.

Una hora después, estaba en la cumbre, en la cual una banda de seis ladrones se calentaba junto a la hoguera.

—Buenas noches —les dijo—. Aquí sí que se está bien. Lejos de la hoguera hace mucho frío.

El capitán, que no tenía más que un diente para toda la boca, le preguntó extrañado:

—¿Cómo te atreves a venir hasta aquí, si aun los mismísimos pájaros nos tienen miedo?

—¿Ha dicho usted miedo? —preguntó Quique soltando la carcajada— Pues eso es lo que yo ando buscando: el miedo; que no lo encuentro por ninguna parte.

—¡Pero si nosotros somos el miedo mismo! —exclamó el jefe—. Las gentes nos temen, porque somos capaces de las más terribles fechorías.

—¡Bah!, ustedes se quieren burlar de mí. Yo aquí no tengo miedo —les contestó Quique Risafuerte.

Ellos se asombraron de sus palabras, y entonces uno le dijo:

—Si quieres pasar miedo, toma esta cazuela con sopas,

baja a un cementerio que hay allá donde se ve aquella luz triste; enciende lumbre junto a la tercera sepultura, y allí calientas las sopas y te las comes.

El niño bajó, hizo todo como le dijeron, y de debajo de aquella losa salió una mano de huesos.

—¿ Qué deseas ? —preguntó tranquilamente Quique.

—¡Las sopas, que me gustan mucho! —le contestó una voz lúgubre, extraña y subterránea.

—¡Quia! Estas son para mí.

—Pero, ¿no te da miedo negármelas? —le preguntó la voz misteriosa.

—¿Miedo? No sé lo que es eso. Y la verdad es que los muertos no hacen nunca daño a nadie.

—Veo, niño, que tienes muchísima razón. Bueno, pues que te aprovechen, y que te diviertas, jovencito.

Y la losa se volvió a cerrar.

Quique Risafuerte regresó a donde estaban los seis bandidos para devolverles el cacharro.

-¿Diste al fin con el miedo? -le preguntó el capitán.

—No; allí no había más que una mano de esqueleto y una voz misteriosa; pero eso no creo que sea para dar miedo a nadie.

Los bandidos se quedaron espantados al oírle y le dejaron que se fuese, que siguiera su camino.

Por la mañana encontró en el campo a tres niñas de ocho, de siete y de seis años, llamadas Isabel, Isidra e Inés, que estaban llorando al lado de una laguna.

—¿Qué sucede? -preguntó él.

—¡Que se nos ha escapado el perrito por esta tabla, y nos da miedo ir a buscarle!

—¿Pero dónde está el miedo? —les preguntó Quique.

—Si vas por esa tabla, lo sentirás.

Había una tabla muy larga y muy estrecha que cruzaba la laguna, y al otro extremo estaba el perro, muy simpático y muy chiquito, que también lloraba porque, si se animó a pasar hacia allá, ahora tenía miedo de regresar hasta donde estaban las niñas.

Quique Risafuerte sintió un poco de angustia al comprender el problema sentimental de las niñas, y silbando una animada canción pasó por la tabla de extremo a extremo, agarró al perrito en sus brazos, y cruzando otra vez, regresó haciéndole caricias. Allí no estaba el miedo tampoco. ¡Y qué contentas se pusieron las niñas, y qué contento el animalito al estar de nuevo todos juntos!

Entonces Isabel se permitió preguntar a Quique:

—¿ Y adonde vas por esta senda ?

—Voy caminando por el mundo, en busca del miedo. No sé lo que es eso. Si un día lo encuentro, vendré a contártelo a ti y a tus hermanas, y así haré una visita a tan cariñoso perrito.

—Pues si vuelves —le dijo ella—, te daremos una merienda en mi casa, para agradecerte lo que hoy has hecho por nosotras.

Siguió caminando, caminando, y por la tarde entró Quique Risafuerte en una gran ciudad antigua, para él desconocida. En la plaza, que era grandísima, había una enorme multitud que se estrujaba y se empujaba violentamente, dando unas voces que a otro le hubieran aterrado. Sin embargo, el niño soltó una nueva carcajada, divirtiéndole aquel espectáculo.

Observó atentamente, a ver si averiguaba a qué se debía aquel tumulto, y se dio cuenta de que todos tenían la cabeza levantada mirando hacia lo alto, siguiendo con sus ojos los vuelos y revuelos de una paloma completamente blanca.

También él siguió con su vista al ave; la cual, después de muchas vueltas y revueltas por el cielo, pareció cansada y descendió con rapidez, posándose por casualidad en la mismísima cabeza de Quique Risafuerte.

Eso le produjo al muchacho una feliz alegría, y una vez más prorrumpió en carcajadas. Pero de pronto oyó que todas las gentes gritaban:

—¡Éste es el rey! ¡Ya tenemos rey! ¡Viva el rey!…

—¡Este joven será desde ahora el rey de nuestra nación! ¡Arriba el nuevo rey!…

El niño no entendía lo que pasaba, pero le divertían aquellas cosas tan extrañas. Mas llegó el alcalde, lleno de condecoraciones doradas, y le preguntó:

—¿Cómo os llamáis?

—Quique Risafuerte, para serviros, señor.

—Pues bien, nuestro rey ha fallecido hace tres días, y en este reino se elige monarca soltando una paloma blanca, que al caer sobre la multitud designa cuál ha de ser nuestro soberano. Vos sois, pues, el elegido. ¡Viva Quique Primero! ¡Viva el rey!

—¡¡Vivaaaaü —gritó la multitud.

Inmediatamente vino una carroza, y montando en ella, Quique Primero fue conducido a palacio y sentado en el trono real.

Cuando se calmó el entusiasmo popular, vinieron los ministros, uno por uno, y empezaron a hablarle de los asuntos del país: del peligro de una guerra con la república vecina; de la situación angustiosa de los obreros que no tenían trabajo, que andaban dando voces por la calle; de las carreteras que había que construir para que el reino prosperase; del poco dinero que había en los bancos; de un juez que había mandado soltar a unos ladrones porque le regalaron doce monedas de oro; de un choque de trenes con cuarenta heridos que acababa de ocurrir a quince kilómetros de la ciudad… y de otros mil asuntos de que tenía que ocuparse un buen rey, si quería de veras a su pueblo.

Cuando le dejaron solo para que descansase, ya no se reía. Comprendió que como rey, habían caído sobre él demasiadas responsabilidades, y sintió un extraño escalofrío que le subía por la espalda hasta la nuca y le producía ganas de llorar.

—Ya no me cabe duda —se dijo-: esto es el miedo… ¡El miedo!…

Entonces escribió en un papel unas líneas que decían: «Suelten otra paloma para que salga en busca de nuevo rey, porque yo tengo miedo».

Y quitándose la corona, salió de la ciudad disimuladamente, empezó a correr por un senderito, y no paró hasta llegar a la casa de Isabel, Isidra e Inés, que le dieron de merendar, sentándose los cinco a la mesa. Los cinco, porque también se sentó el perrito.

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Sonia Medina

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