Milo en Digitópolis

(del libro Tollbooth el fantasma, de Norton Juster)

—Espero llegar pronto a Digitópolis —dijo Milo—. Me pregunto a qué distancia estará.

Un poco más adelante, la carretera se dividía

en tres y, como para contestar a la pregunta de Milo, un enorme letrero que señalaba las tres direcciones decía claramente:

DIGITOPOLIS 8 kilómetros 80 hectómetros 800 decámetros 8.000 centímetros 800.000 milímetros

Y ALGUNAS MEDIDAS MAS —Viajemos en kilómetros —aconsejó Humbug—: es más corto.

—Viajemos en milímetros —sugirió Milo—: es más rápido.

—Pero ¿qué camino seguiremos? —preguntó Tock—. Debe haber diferencia.

Mientras discutían, una singularísima figurita salió corriendo de detrás del letrero y se les acercó, al tiempo que les decía:

— Sí, ciertamente; ciertamente la hay; seguro; ya lo creo; hay diferencia; indudablemente.

Estaba construido (pues ésa es realmente la única manera de describirlo) con una gran variedad de líneas y ángulos ensamblados en una sólida figura poliédrica; algo así como un cubo al que se le cortan todas las esquinas y después se le vuelven a cortar.

Cuando llegó al coche, la figura se quitó el sombrero y dijo con voz clara y fuerte:


El libro Tollbooth el fantasma trata de un chico llamado Milo y de sus fantásticas aventuras en los “Países de Más Allá1′. Este es un extraño lugar donde las palabras, los nombres y las expresiones significan exactamente lo que dicen.
En este momento, encontramos a Milo, a Tock y a un insecto llamado Humbug que van en coche camino del Reino de Digítópolis, gobernado por un personaje conocido como el Matemago.

—Angulosa es mi figura y en lados yo no soy pobre: Dodecaedro es mi nombre.

¿No os presentáis, por ventura?

—¿Qué es un Dodecaedro? —preguntó Milo, que apenas era capaz de pronunciar la extraña palabreja.

—Míralo tú mismo —invitó el interesado, dándose lentamente la vuelta.

—Un Dodecaedro es una figura matemática con doce caras. —Cuando dijo esto, aparecieron otras doce caras, una en cada superficie, y cada una con una expresión diferente—. Por lo general no uso más que una a la vez —les confió, al tiempo que desaparecían todas las caras, menos la sonriente—. Te ahorra tiempo y trabajo.

—Quizá puedas ayudarnos a decidir qué camino tomar —dijo Milo.

—Desde luego —respondió encantado—; no tiene importancia. Supongamos que un coche pequeño, con tres personas, sale a las 11,35 de la mañana para recorrer, a 45 km por hora durante 10 minutos, una carretera que mide 7,5 km. A la misma hora, tres personas parten en otro pequeño automóvil a 35 km por hora y recorren durante 15 minutos una carretera que mide exactamente el doble que la mitad de la otra, mientras que un perro, un insecto y un chico cubren idéntica distancia en el mismo tiempo, o una distancia equivalente en igual tiempo por una tercera carretera a mediados de octubre. ¿ Quién llegará primero y cuál será el mejor camino ?

—¡Diecisiete! —gritó el insecto, garabateando furiosamente en un papel.

—Bien, no estoy seguro, pero… —aventuró Milo tras varios minutos de frenéticos cálculos.

—Tendréis que afinar más —advirtió el

Dodecaedro— o nunca llegaréis a saber a dónde
habéis llegado; ni siquiera si habéis llegado.
—No se me dan bien los problemas —admitió
Milo.
—¡Qué vergüenzal —se lamentó el
Dodecaedro—. Son muy útiles. ¿ Sabías que si
un castor que mide dos pies, con una cola
que mide pie y medio, puede construir un
dique de doce pies de alto y seis de ancho en
dos días, para construir el dique Boulder lo
único que necesitarías es un castor que mida
sesenta y ocho pies y que tenga una cola de
cincuenta y un pies ?
—i Dónde encontrarías un castor de ese
tamaño ? —masculló Humbug golpeando la punta
de su lápiz.
—No tengo ni idea, pero si lo encontrases
ya sabrías qué hacer con él.
—Eso es absurdo —objetó Milo, cuya cabeza
daba vueltas con tantos números y tantas
preguntas.
—Tal vez tengas razón —convino el
Dodecaedro—, pero el planteamiento es muy
preciso. Y sí la respuesta es correcta, ¿ a quién
le importa que la pregunta esté equivocada ? Si
quieres algo sensato, tendrás que aportarlo tú.
—Las tres carreteras llegan al mismo sitio a
la vez —interrumpió Tock, que había estado
resolviendo pacientemente el primer problema.
—¡Correcto! —gritó el Dodecaedro—. Y yo
mismo te llevaré allí.
Avanzó hasta el letrero y dio tres rápidas
vueltas. Al hacerlo, desaparecieron las tres
carreteras y apareció otra en su lugar que
avanzaba en la dirección que ahora señalaba el
letrero.
—¿Por cualquiera de las carreteras estamos a
10 km de Digitópolis? —preguntó Milo.

Dodecaedro— o nunca llegaréis a saber a dónde habéis llegado; ni siquiera si habéis llegado.

—No se me dan bien los problemas —admitió Milo.

—¡Qué vergüenzal —se lamentó el Dodecaedro—. Son muy útiles. ¿ Sabías que si un castor que mide dos pies, con una cola que mide pie y medio, puede construir un dique de doce pies de alto y seis de ancho en dos días, para construir el dique Boulder lo único que necesitarías es un castor que mida sesenta y ocho pies y que tenga una cola de cincuenta y un pies ?

—i Dónde encontrarías un castor de ese tamaño ? —masculló Humbug golpeando la punta de su lápiz.

—No tengo ni idea, pero si lo encontrases ya sabrías qué hacer con él.

—Eso es absurdo —objetó Milo, cuya cabeza daba vueltas con tantos números y tantas preguntas.

—Tal vez tengas razón —convino el Dodecaedro—, pero el planteamiento es muy preciso. Y sí la respuesta es correcta, ¿ a quién le importa que la pregunta esté equivocada ? Si quieres algo sensato, tendrás que aportarlo tú.

—Las tres carreteras llegan al mismo sitio a la vez —interrumpió Tock, que había estado resolviendo pacientemente el primer problema.

—¡Correcto! —gritó el Dodecaedro—. Y yo mismo te llevaré allí.

Avanzó hasta el letrero y dio tres rápidas vueltas. Al hacerlo, desaparecieron las tres carreteras y apareció otra en su lugar que avanzaba en la dirección que ahora señalaba el letrero.

—¿Por cualquiera de las carreteras estamos a 10 km de Digitópolis? —preguntó Milo.

—Me temo que así debe ser —replicó el Dodecaedro apoyándose en la parte trasera del coche—. No tenemos más que este letrero.

La nueva carretera tenía muchos baches y estaba llena de piedras, y cada vez que pisaban una, el Dodecaedro rebotaba en el aire y aterrizaba sobre una de sus caras con un mohín, una sonrisa, una carcajada o una mueca, según con la cara que cayera.

—Pronto llegaremos —anunció, contento, tras uno de sus cortos vuelos—. Bien venidos al país de los números.

—¿Es aquí donde se hacen los números? —preguntó Milo mientras el coche daba otra sacudida.

Esta vez, el Dodecaedro salió rodando montana abajo, con la cabeza por delante, haciendo muecas y gruñendo hasta quedar posado con el lado triste hacia arriba, en lo que parecía la entrada de una cueva.

—No se hacen —contestó como si nada hubiera pasado—. Tienes que cavar y


encontrarlos. ¿ Es que no sabes nada en absoluto sobre los números ?

—Bien, no creo que sean muy importantes —replicó Milo, demasiado turbado para admitir la verdad.

-¡¿NO SON IMPORTANTES?! -bramó el Dodecaedro, enrojeciendo de furia—. ¿Podrían dos tomar el té sin el dos, o existir tres ratones ciegos sin el tres? ¿Habría cuatro puntos cardinales en la Tierra sin el cuatro?

¿ Cómo se navegaría por los siete mares sin el siete ?

—Lo que quise decir es que… —empezó Milo, pero el Dodecaedro, embargado de emoción, continuó gritando furioso.

—Si tuvieses grandes esperanzas, ¿cómo sabrías lo grandes que eran? ¿Y no sabes que uno puede pasar por diferentes “estrecheces” a lo largo de la vida ? ¿ Cómo recorrerías el ancho mundo sin saber qué anchura tiene?

¿Y cómo podrías hacer algo a largo plazo —concluyó con los brazos en alto— sin saber lo largo que es? Los números son la cosa más valiosa y hermosa que hay en el mundo. Sígueme y te lo demostraré.

Y, dando media vuelta, desapareció en la cueva.

—¡Venid, venid! —gritó desde la oscuridad—. No puedo pasarme todo el día esperando.

Inmediatamente, le siguieron al interior de la montaña.

—¿Dónde vamos? —preguntó Milo con un susurro, pues aquel sitio parecía el apropiado para susurrar.

—Ya hemos llegado —le replicó el Dodecaedro en tono tajante—. Esta es la mina de los números. Milo escudriñó la oscuridad y descubrió que el lugar donde habían entrado era una vasta

caverna iluminada únicamente por el suave resplandor de las grandes estalactitas que colgaban del techo.

Pasadizos y corredores recorrían las paredes y se abrían camino entre el suelo y el techo de la cueva. Y Milo vio por todas partes hombrecillos no más altos que él cavando y picando, escarbando y raspando afanosamente, cargando y transportando de un lado a otro carretillas llenas de piedras.

—Por aquí —indicó el Dodecaedro—, y mirad bien dónde pisáis.

—¿ De quién es esta mina ? —preguntó Milo mientras daba la vuelta a dos vagonetas cargadas.

-¡POR LOS CUATRO MILLONES OCHOCIENTOS VEINTISIETE MIL SEISCIENTOS CINCUENTA Y NUEVE PELOS DE MI CABEZA! ¡ES MÍA, NATURALMENTE! —bramó una voz desde el fondo de la caverna.

Y vieron avanzar hacia ellos una figura que no podía corresponder sino al Matemago.

Vestía una airosa túnica enteramente cubierta de complejas ecuaciones matemáticas, y un gorro altísimo en forma de cucurucho que le daba aspecto de sabio. En la mano izquierda llevaba un enorme báculo que acababa, por un lado, en punta de lápiz, y en una gran goma de borrar por el otro.

—Es una mina preciosa —dijo Humbug como disculpándose; siempre le intimidaban los ruidos.

—La mayor mina de números del reino —manifestó, orgulloso, el Matemago.

—¿Hay piedras preciosas en esta mina? —preguntó alterado Milo.

-¡¿PIEDRAS PRECIOSAS?! -rugió el Matemago más alto, incluso, que antes. Y entonces, inclinándose hacia Milo, le susurró


suavemente—¡ Por los ocho millones doscientos cuarenta y siete mil trescientos doce hilos de mi túnica! Claro que las hay. Mira aquí.

Metió la mano en una de las vagonetas cargadas y extrajo un pequeño objeto al que sacó brillo vigorosamente con su túnica.

Cuando lo puso ante la luz, el objeto brilló refulgente.

—Pero ¡si es un cinco! —comentó Milo, pues eso era, en realidad, un cinco. —Exactamente —asintió el Matemago—; una joya tan valiosa como cualquier otra que puedas encontrar. Mira alguna de las otras.

Cogió un puñado de piedras y se las dio a Milo. Allí estaban todos los números del uno al nueve, e incluso un surtido de ceros.

—Las sacamos y las pulimos aquí mismo —informó el Dodecaedro señalando a un grupo de trabajadores que se afanaban junto a las poleas , y luego las enviamos a todo el mundo. ¿No te parecen maravillosas?

—Son excepcionales —observó Tock, aficionado como era a los números.

—Así que de aquí es de donde proceden

dijo Milo mirando, extasiado, la resplandeciente colección de números.

Se los devolvió al Dodecaedro con gran cuidado, pero, al hacerlo, uno cayó, golpeó contra el suelo y se partió en dos. Humbug dio un respingo y Milo pareció consternado.

¡Oh!, no te preocupes por eso —le tranquilizó el Matemago recogiendo los pedazos . Los que se rompen los usamos como fracciones. Ahora —prosiguió, sacando de su bolsillo un silbato de plata y haciéndolo sonar muy fuerte , ¡comamos algo!

Rápidamente entraron en la caverna ocho de los mineros más fuertes transportando una inmensa sopera que hervía y humeaba, mandando al techo grandes nubes de oloroso vaho, que ascendían en lentas espirales.

—¿ Os apetece comer algo ? —preguntó el Matemago ofreciendo a cada uno un tazón rebosante.

—Sí, señor —dijo Milo, que se moría de hambre.

—Gracias añadió Tock.

Humbug no pudo contestar porque estaba demasiado ocupado comiendo. Al cabo de un momento, los tres habían acabado absolutamente todo lo que les ofreciera el Matemago.

—Tomad más, por favor —invitó el anfitrión,


volviendo a llenarles los tazones, que nuestros amigos vaciaron con la misma velocidad que los primeros.

—Tomad algo más —insistió el Matemago, y ellos continuaron vaciando tazones con tanta rapidez como se los llenaban.

—¡Ah! —exlamó el insecto al darse cuenta de que tenía veintitrés veces más hambre que cuando empezó a comer—. Creo que me estoy muriendo de hambre.

—Yo también —se quejó Milo, que sentía el estómago tan vacío como nunca—, y eso que he comido tanto.

—Sí, estaba delicioso, ¿verdad? —comentó complacido el Dodecaedro limpiándose la grava de varias de sus bocas— Es la especialidad del reino: estofado de resta.

—Tengo mucho más apetito que cuando empecé —manifestó Tock apoyando su débil cuerpo en una de las rocas más grandes.

—Ciertamente —confirmó el Matemago—. ¿Qué esperabas? Cuanto más comes, más hambre tienes. Eso lo sabe todo el mundo.

—¿Lo sabe? —repitió Milo, incrédulo—. Entonces, ¿ cómo puedes tener suficiente ?

—¿ Suficiente ? —replicó en tono de impaciencia—. Aquí, en Digitópolis, tomamos nuestras comidas cuando estamos llenos, y comemos hasta tener hambre. De esta manera, cuando no comes nada en absoluto, ya has comido más que suficiente. Es un sistema muy económico. Debíais estar bastante llenos para haber comido tanto.

—Es completamente lógico —explicó el Dodecaedro—, Cuanto más quieres, menos tienes, y cuanto menos te dan, más tienes. Simple aritmética, eso es todo.

—¡Pues sil —admitió Milo en voz baja y triste—. Yo sólo como cuando tengo hambre.

—¡Qué idea tan curiosa! —dijo el Matemago alzando el báculo y restregando de un lado a otro la goma de borrar contra el techo—. Ahora querrás hacernos creer que sólo duermes cuando estás cansado,

Cuando acabó de decir la frase, desaparecieron la caverna, los mineros y el Dodecaedro. Sólo quedaron ellos cuatro de pie en el taller del Matemago.

—He descubierto —explicó a sus aturdidos visitantes en tono distraído— que el mejor modo de llegar a un sitio es borrarlo todo y empezar de nuevo. Poneos cómodos, por favor.

—¿Siempre viajas de esta manera? —preguntó Milo, mientras observaba con interés la extraña habitación circular, cuyas dieciséis pequeñas ventanas en forma de arco apuntado se correspondían exactamente con los dieciséis puntos de la rosa de los vientos.

Alrededor de toda la circunferencia había números del cero al trescientos sesenta, marcando los grados del círculo, y en el suelo, en las paredes, mesas, sillas, pupitres, muebles y techo, había letreros donde figuraban su altura, anchura, profundidad y las distancias entre unos y otros. En un lado había un gigantesco cuaderno apoyado en un caballete, y una colección de escalas, reglas, medidas, pesas, cintas métricas y toda clase de variados instrumentos para medir cualquier cosa en cualquier forma posible.

—No, ciertamente —replicó el Matemago, y, levantando esta vez el báculo por el extremo de lápiz, dibujó en el aire una fina línea; después caminó graciosamente de un extremo a otro de la habitación—. Por lo general suelo seguir la distancia más corta entre dos puntos. Y, desde luego, cuando he de estar en varios sitios a la vez —puntualizó, mientras escribía



cuidadosamente en el cuaderno—, simplemente, me multiplico.

Súbitamente, aparecieron siete Matemagos, uno junto a otro y exactamente iguales.

—¿Cómo lo has hecho? —balbució Milo.

—No tiene ninguna importancia —respondieron todos a la vez, como un coro—. Siempre que tengas báculo mágico.

En ese momento, seis de ellos se anularon y desaparecieron con toda simplicidad.

—Pero ¡si no es más que un lápiz grande! —objetó Humbug golpeándolo con su bastón.

—Muy cierto —asintió el Matemago—, pero una vez que aprendes a usarlo, lo que puedes hacer no tiene límites.

—¿ Puedes hacer desaparecer cosas ? —preguntó Milo.

—Desde luego —repuso, y avanzó hacia el caballete—. Acércate un poco más y observa atentamente.

Después de enseñarles que no escondía nada en las mangas, el gorro ni detrás, escribió velozmente:

4+9—2×16+l-+3x 6—67+8×2 -3+26-1 +34+3^7 + 2—5=

Después, les miró expectante.

—¡Diecisiete! —gritó el insecto, que siempre se las arreglaba para dar el primero la respuesta equivocada.

—El resultado es cero —corrigió Milo.

—Precisamente —aprobó el Matemago, haciendo una reverencia muy teatral, y toda la ristra de números desapareció ante sus propios ojos . ¿ Os gustaría ahora ver alguna otra cosa?


—Sí, por favor —dijo Milo—. ¿ Puedes mostrarme el número más grande que haya ?

—Encantado —accedió el Matemago abriendo una de las puertas del armario—. Lo tenemos aquí guardado. Hicieron falta cuatro mineros sólo para desenterrarlo.

Allí dentro estaba el

más grande que Milo había visto. Tenía dos veces la altura del Matemago.

—No era eso lo que quería decir —objetó Milo—. ¿ Puedes enseñarme el número más largo que exista?

—Ya lo creo —dijo el Matemago abriendo la otra puerta—. Hubo que traerlo en tres carretas. Allí dentro estaba el

nás largo que uno pudiera imaginar. Era casi tres veces más largo que alto.

—No, no, no; tampoco es eso lo que quiero decir —añadió mirando desolado a Tock.

—Ya comprendo. Lo que tú quieres ver —dijo el perro rascándose debajo de las cuatro y media— es el número de la mayor magnitud posible.

—Bien, ¿por qué no lo dijiste? —replicó el Matemago, que estaba ocupadísimo midiendo el borde de una gota de lluvia—. ¿Cuál es el número más grande que puedes imaginar?

—Nueve trillones, novecientos noventa y nueve billones, novecientos noventa y nueve millones, novecientos noventa y nueve mil, novecientos noventa y nueve —recitó Milo de un tirón hasta quedar casi sin aliento.


—Muy bien —aprobó el Matemago—. Ahora súmale uno. Ahora vuelve a sumarle uno —repitió cuando Milo había sumado el primer uno—. Añádele otro. Vuelve a añadir uno.

Añade uno otra vez. Vuelve a sumarle uno. Súmale otro uno. Súmale uno más. Ahora añade…

—Pero, ¿cuándo puedo parar? —preguntó Milo alarmado.

—Nunca —repuso el Matemago, sonriente—, ya que el número que quieres es siempre por lo menos un uno mayor del que tienes, y es tan grande que si lo hubieras empezado a pronunciar ayer aún no habrías terminado de decirlo mañana.

—Pero ¿ dónde podría encontrarse un número tan grande? —acertó a preguntar Humbug.

—En el mismo sitio donde está el número más pequeño que existe, y tú sabes cuál es.

—¿Una millonésima? —preguntó Milo intentando pensar en la fracción más pequeña posible.

—Casi —dijo el Matemago—. Divídela ahora por la mitad. Vuelve a dividirla. Divídela una vez más. Divídela de nuevo. Divídela otra vez. Vuelve a divi…

—¡Por favor! —gritó Milo llevándose las manos a los oídos—. ¿ Es que esto tampoco se acaba nunca?

—¿Cómo podría acabarse? —inquirió el Matemago—; siempre podrás dividir en dos lo que tengas, hasta que sea tan pequeño que si empezases a pronunciar ahora mismo el número habrías acabado de decirlo antes de empezar.

—¿Y dónde podría guardarse algo tan pequeño ? —preguntó Milo, haciendo esfuerzos por imaginarse algo semejante.

El Matemago interrumpió lo que estaba haciendo y explicó con sencillez:

—En una cajita tan pequeña que ni siquiera la puedes ver. Y esta caja se guarda en un cajón tan pequeño que ni se ve, en una cómoda tan pequeña que ni se ve, en una casa tan pequeña que ni se ve, en una calle tan pequeña que ni se ve, en una ciudad tan pequeña que ni se ve, que está en un país tan pequeño que ni se ve, en un mundo tan pequeño que ni se ve. —Se sentó, se abanicó con un pañuelo y continuó—: Todo ello lo guardamos en otra cajita tan pequeña que ni siquiera se ve. Si me sigues, te enseñaré dónde encontrarla.

Se acercaron a una de las ventanitas, y allí, atado al alféizar, había un cordel cuyo extremo libre, después de atravesar todo el jardín, se perdía en la distancia hasta desaparecer de la vista.

—Sólo tienes que seguir eternamente esa línea, y al llegar al final, gira a la izquierda.

Allí encontrarás el país del Infinito, donde se guarda lo más alto, lo más bajo, lo mayor, lo menor, lo más y lo menos de todo.

—Realmente, no dispongo de tanto tiempo —dijo Milo con ansiedad—. ¿No hay un camino más rápido?

—Puedes intentarlo por este tramo de escaleras —sugirió y, abriendo otra puerta, señaló hacia arriba—: También conduce allí.

Milo cruzó la habitación y empezó a subir las escaleras de dos en dos.

—¡Esperadme, por favor! —gritó a Tock y a Humbug—. ¡Sólo tardaré unos minutos!

Las aventuras de Milo en los “Países de Más Allá’ continúan en el libro Tollbooth el fantasma.
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