El ‘vayviene’ del doctor Dolittle

por Hugh Lofting

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El doctor Dolittle quería tanto a los animales que decidió dedicarse a ellos en vez de a las personas. Siguiendo los consejos de su mono Chichi, hizo un largo viaje a Africa para curar una extraña enfermedad que padecían los monos de ese continente. Conseguido su propósito, dijo a éstos que debía regresar a su casa de Puddleby.

Los monos se sorprendieron al oírle porque creían que iba a quedarse con ellos para siempre. Aquella noche se reunieron todos en la selva para tratar de esa cuestión.

El jefe de los chimpancés se levantó y dijo:

-¿Por qué se marcha este hombre bueno? ¿Acaso no es feliz aquí con nosotros?

Pero ninguno pudo darle una respuesta.

El gran gorila se dirigió a los concurrentes en estos términos:

-Creo que deberíamos ir todos a verle y rogarle que se quedara. Quizá, si le construyéramos una nueva casa y una cama mayor y le prometiéramos que tendría muchos monos-criados, que trabajarían para él y le harían la vida agradable…, quizá no se marcharía.

Entonces se levantó Chichi. Todos los demás dijeron:

—¡Callad! Chichi, el trotamundos, va a hablar.

Y      Chichi se expresó así:

—¡Amigos míos!, me temo que es inútil pedir al doctor que se quede. Debe dinero en Puddleby y ha de volver para pagarlo.

Y      los monos le preguntaron:

—¿Qué es eso de dinero?

Chichi contestó que en la tierra del hombre blanco no se puede conseguir nada sin dinero; no se puede hacer nada sin éste; en re­sumen, es casi imposible vivir sin dinero.

Algunos de ellos insistieron:

-Pero, ¿no puedes comer ni beber sin pagar?

Chichi ladeó la cabeza y les contó que él mismo, cuando iba con el organillero, tenía que pedir dinero a los niños.

El jefe de los chimpancés se volvió al viejo orangután y le dijo:

—Primo, estos hombres son criaturas muy extrañas. ¿Quién que­rría vivir en tierras como las de ellos? ¡Qué mezquinos!

Entonces Chichi continuó:

—Cuando veníamos hacia aquí, no teníamos barco para cruzar el mar ni dinero con el que pagar la comida para el viaje. Un hombre nos dio algo de comer y le dijimos que le pagaríamos cuando vol­viésemos. Un marinero nos prestó una barca, pero ésta, al llegar a las costas de África se estrelló contra las rocas y se destrozó. Ahora, el doctor dice que debemos regresar y dar otra barca al marinero, porque este hombre era pobre y no tenía otra cosa que ella.

Los monos, sentados sobre la hojarasca, se quedaron pensativos.

Finalmente, el mayor de los babuinos se levantó:

—No creo que debamos permitir que este hombre bueno se mar­che de nuestra tierra sin que le hagamos un buen regalo, para que sepa que le estamos agradecidos por lo que ha hecho por nosotros.

Un mono rojo muy pequeño, que estaba sentado en la rama de un árbol, exclamó:

—¡Yo pienso lo mismo!

Y, seguidamente, todos comenzaron a chillar con gran algarabía:

—¡Sí! ¡Sí! ¡Hagámosle el mejor regalo que jamás ha recibido un hombre blanco!

Después comenzaron a preguntarse unos a otros qué sería lo mejor que podrían darle. Uno dijo que debían darle cincuenta sacos de cocos. Otro expresó la conveniencia de darle cien racimos de plá­tanos, puesto que así no tendría que comprar estas frutas en la tierra donde hay que pagar para comer.

Pero Chichi les dijo que todo esto pesaría demasiado para poder llevárselo tan lejos y se estropearía antes de que pudiera comérselo.

—Si deseáis que se quede contento —les dijo—, regaladle un ani­mal. Podéis estar seguros de que será bueno con él. Dadle alguno que los hombres no tengan en sus parques zoológicos.

Y         los monos, extrañados, preguntaron:

—¿Qué son los parques zoológicos?

Entonces, Chichi les explicó que esos parques son unos lugares de las tierras del hombre blanco en los cuales los animales están en­jaulados para que la gente los pueda ver. Los monos se quedaron aún más sorprendidos y se dijeron entre sí:

—Estos hombres son como jóvenes sin seso; se divierten de un modo estúpido y fácil. ¡Bah! ¡Además, eso quiere decir que ponen a los animales en una cárcel!

Después pidieron a Chichi que les dijera cuál era el animal raro que podían dar al doctor; cuál era el que el hombre blanco no había visto antes. El tití más alto preguntó:

—¿Tenéis iguanas allí?

Chichi dijo:

—Sí, hay una en el zoo de Londres.

Y         otro quiso saber si tenían okapis, a lo que Chichi respondió:

-Sí. En Bélgica, adonde me llevó mi organillero hace cinco años, tenían un okapi en una gran ciudad que llaman Amberes.

Finalmente, otro inquirió:

-¿Tienen algún “vayviene”?

Y         Chichi contestó muy entusiasmado:

-No, el hombre blanco no ha visto nunca un “vayviene”. Dé­mosle esto.

Eos “vayvienes” están extinguidos. Eso significa que ya no exis­ten. Pero hace muchos años, cuando el doctor Dolittle vivía, aún que­daban en lo más profundo de las selvas africanas, e incluso entonces ya eran muy raros. No tenían cola, sino una cabeza a cada extremo del cuerpo y dos afilados cuernos en cada una de ellas. Eran tímidos y difíciles de cazar. El hombre blanco caza la mayoría de los anima­les poniéndose silenciosamente detrás de ellos, mientras no miran. Pero esto no se podía hacer con el “vayviene” ya que, por donde fuera que se le atacara, siempre estaba mirando. Además, sólo dor­mía una mitad de su cuerpo; la otra parte estaba despierta y vigi­lante. Por esto, nunca se le pudo coger y no hay en los zoos. Aunque muchos grandes cazadores y directores de parques zoológicos pasa­ron años de su vida buscando en las selvas para cazar “vayvienes”, jamás pudieron obtener ninguno. Entonces, hace ya años, era el úni­co animal con dos cabezas que existía en el mundo.

Los monos emprendieron la caza de uno de estos animales. Des­pués de recorrer muchos kilómetros, uno de los monos encontró cier­tas huellas especiales junto a un río que les hicieron pensar en la posibilidad de que muy cerca hubiera un “vayviene”.

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Siguieron caminando un rato por la orilla del río y encontraron un lugar con hierba alta y espesa: ¡allí está el “vayviene”!

Se cogieron todos de la mano e hicieron un gran círculo alrededor de la alta hierba. El raro animal los oyó acercarse y trató de romper el cerco de monos. Pero no pudo. Cuando vio que era inútil tratar de escapar, se sentó y esperó.

Le preguntaron si quería ir con el doctor Dolittle para que le pusieran en un parque zoológico en la tierra del hombre blanco.

Le explicaron que no le encerrarían en una jaula. Le dijeron que el doctor era muy buena persona, pero no tenía dinero y la gente pagaría para ver un animal de dos cabezas, con lo que aquél se haría rico y podría pagar la barca que había pedido para llegar a Africa.

Pero él replicó que era muy vergonzoso y le desagradaba mucho ser objeto de la curiosidad de nadie. Y casi empezó a llorar.

Durante tres días trataron de persuadirle.

Al final del tercero, dijo que iría con ellos y vería, primero, qué clase de hombre era el doctor.

Así pues, los monos regresaron con el “vayviene” y cuando lle­garon a la cabaña de troncos del doctor Dolittle llamaron a la puerta.

Dabdab, el pato, que estaba llenando un baúl, respondió:

—¡ Adelante!

Chichi hizo entrar al animal y se lo mostró al doctor.

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—¿ Qué es esto ? —preguntó aquél, mirando sorprendido al extraño animal.

-¡Dios nos proteja! —gritó el pato—. ¿Cómo piensa?

-No parece que pueda pensar —dijo Jip, el perro.

—Esto, doctor —dijo Chichi—, es un “vayviene”, el animal más raro de las selvas africanas; la única bestia de dos cabezas de la creación. Lléveselo con usted y hará fortuna. El público pagará lo que sea para verlo.

-Pero, yo no quiero dinero —dijo el doctor Dolittle.

—Sí, claro que quiere —replicó Dabdab, el pato—. ¿No recuerda cómo tuvimos que trabajar para pagar la cuenta del panadero en Puddleby? ¿Cómo vamos a dar al marino la nueva barca que usted le prometió, si no tenemos dinero para comprarla?

—Iba a construir una —dijo el doctor.

—¡Oh, vamos, sea sensato! —exclamó Dabdab-. ¿De dónde sa­caríamos toda la madera y los clavos para hacerlo? Y, además, ¿de qué íbamos a vivir? Seremos más pobres que nunca cuando volva­mos. Chichi tiene toda la razón. ¡Acepte esta cosa rara, ahora mismo!

—Bueno, quizá tengáis algo de razón en lo que decís —murmuró el doctor—. Ciertamente, sería una nueva especie de animal. Pero, ¿querrá el…, éste, como se llame, viajar hasta allá?

—¡Sí, claro que quiero! —dijo el “vayviene” en seguida, porque al mirar la cara del doctor había visto que era un hombre digno de

confianza—. Usted ha sido muy bueno con los animales de aquí; y los monos me han dicho que soy el único animal que puede ayudarle. Pero usted debe prometerme que si no me gusta la tierra del hombre blanco me enviará otra vez aquí.

—¡Naturalmente que sí! —dijo el doctor—. Perdóneme, pero usted debe estar emparentado con la familia de los gamos, ¿verdad?

—Sí —afirmó el “vayviene”—. Con las gacelas abisinias y la cabra montesa asiática, por parte de mi madre. El bisabuelo de mi padre fue el último unicornio.

—Muy interesante —murmuró el doctor, y cogiendo un libro del baúl que Dabdab estaba arreglando comenzó a girar sus páginas— Veamos si Buffon decía algo…

—Me he dado cuenta —dijo el pato— de que sólo hablas con una de tus bocas. ¿Es que la otra cabeza no puede hablar?

—¡Oh, sí! —exclamó el “vayviene”—, pero la otra boca la reservo para comer. Así, sin ser mal educado, puedo hablar mientras como. Nuestra familia ha sido siempre muy educada.

Cuando terminaron de hacer el equipaje y todo estaba ya listo para emprender el viaje, los monos celebraron una gran fiesta de des­pedida a la cual asistieron todos los animales de la selva. Y comieron pinas, mangos, miel y muchas más cosas buenas.

Cuando terminó el banquete, el doctor se levantó y dijo:

—Amigos míos, no sé hacer grandes discursos después de co­mer, como hacen algunos hombres; además he comido muchos fru­tos y mucha miel. Pero sí quiero deciros que me siento muy triste al abandonar vuestro hermoso país. Debo irme porque tengo cosas que hacer en la tierra del hombre blanco. Sin embargo, antes de mar­charme, quiero recordaros que nunca debéis permitir que las moscas se posen en vuestra comida antes de comerla; y que no durmáis en el suelo en la época de lluvias. Os deseo que viváis siempre felices.

Cuando el doctor Dolittle cesó de hablar y se sentó, todos los monos aplaudieron largo rato comentando entre ellos:

—Recordemos siempre a nuestro pueblo que el doctor se sentó y comió con nosotros aquí, bajo los árboles. Porque es sin duda el más grande de los hombres.

El gran gorila, que tenía en sus peludos brazos la fuerza de siete caballos, hizo rodar una enorme piedra hasta la cabecera de la mesa y dijo:

—Esta piedra marcará el lugar para siempre.

Todavía hoy, en el corazón de la selva, aquella piedra está allí. Las madres monas, al pasar por la selva con su familia, señalan des­de las ramas y dicen a sus hijos:

—Mirad: aquí es donde el buen hombre blanco se sentó y comió con nosotros el año de la gran enfermedad.

Cuando terminó la fiesta, el doctor y sus animales emprendieron el camino hacia la costa. Todos los monos, llevando el equipaje del doctor, le acompañaron hasta los límites del país para despedirle.

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Patryk

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