“Pronto”, el perro fiel

por Arna Bontemps y Jack Conroy

El ferroviario caminaba por la calle con las manos en los bolsillos de su ropa de trabajo, y un perro de largas patas y orejas caídas trotaba a su lado. El hombre fumaba en pipa. Al cabo de un rato, se detuvo, sacó la pipa de su boca y se volvió al perro.

—¡Bueno, «Pronto»! —dijo—. Éste es el sitio.

Habían llegado a un pequeño edificio junto a la vía del tren. Sobre una puerta de delante, un cartel decía: Jefe de Estación. El perro llamado «Pronto» no parecía poner mucho interés en las palabras del hombre, pero cuando éste abrió la puerta, el perro le siguió y entraron juntos.

El hombre que estaba en la oficina levantó la vista:

—¿Qué desea? —preguntó.

—Soy fogonero errante —contestó el hombre— y busco empleo.

—Así que es usted fogonero errante. Bien, ya sé qué quiere decir eso. Usted va de un tren a otro.

—Sí, señor —dijo con viveza el hombre del mono de trabajo—. El año pasado trabajé en la Katy. Antes, había trabajado en la línea de San Francisco. Y antes, en la Wabash. Viajo, he viajado mucho, y nunca permito que la hierba crezca bajo mis pies.

—Podríamos darle trabajo en uno de nuestros trenes —dijo el jefe—. ¿»Tiene algún sitio donde dejar el perro?

—¿Dejar a mi perro? —exclamó el fogonero, sacudiendo la ceniza de su pipa— ¡Oigame, señor jefe: «Pronto» siempre va conmigo!

«Pronto»?

—Porque es más rápido corriendo que comiendo, eso es. Lo he cuidado desde que era cachorro y nunca ha estado ni un día ni una noche sin mí. Lloraría hasta que se le partiera el corazón si no estuviésemos juntos. Lloraría tan fuerte que usted no podría oír sus propios pensamientos.

—No veo cómo puedo dar un empleo a usted y a su perro —dijo

el jefe—. Va contra las reglas del ferrocarril llevar un pasajero en la cabina. La norma es válida tanto para los hombres como para los animales, a nadie se le permite viajar en la cabina con el maquinista y el fogonero, y ningún pasajero puede ir en el furgón. Este es el artículo número uno del reglamento de este ferrocarril y nunca se ha hecho una excepción. Por esto, creo que «Pronto» va a estropearle las cosas a usted.

—¿Por qué? Nunca crea problemas —dijo el fogonero—. No es preciso que viaje en la cabina: corre al lado del tren. Cuando voy en un tren de carga, se pone a cazar por el campo para pasar el rato. A veces, asusta a algún conejo, pero sólo para jugar con él, si se aburre. Nunca molesta a nadie y no viaja en la cabina ni en el furgón.

—¿Trata de decirme que este perro famélico puede ir más deprisa que un tren de mercancías? —el jefe se rió—. No lo puedo creer.

—¿Que no? «Pronto» lo hará sin darle importancia —dijo el fogonero con orgullo—. En realidad, sería un poco aburrido para él viajar tan despacio, pero «Pronto» haría lo que fuera con tal de estar conmigo. ¡Me quiere tanto!

—¡Vamos, vamos! —dijo el jefe—. No ha nacido el perro que pueda ganar a uno de nuestros trenes de mercancías. Son los trenes más rápidos de costa a costa. Por esto tenemos tanto trabajo. Siento no poder darle el puesto. Usted parece un hombre capaz de hacer funcionar una caldera por una inclinada subida, pero no veo cómo podemos darle trabajo si va con el perro.

—¡Oigame! —dijo el fogonero—. Apuesto mi primera paga contra un dólar a que mi «Pronto» puede correr a la misma velocidad que un tren de mercancías. Es más; estará tan fresco como una rosa

cuando lleguemos a la estación, y su lengua no colgará. Naturalmente, antes de partir querrá dar un centenar de vueltas a la estación; sólo para desentumecer los músculos, ¿ sabe ?

—Acepto la apuesta —dijo el jefe— y usted tendrá el empleo. No soy mezquino, pero el artículo número uno del reglamento debe ser respetado.

El fogonero subió a la cabina junto al maquinista y comenzó a echar paletadas de carbón al hogar de la caldera.

El tren de mercancías salió de la estación. Poco a poco adquirió velocidad. «Pronto» corría a su lado. En un momento, dejó atrás al tren. A veces, buscando conejos o ardillas, se perdía de vista entre los matorrales que crecían junto a la vía. Pero al cabo de un rato, se le volvía a ver a lo lejos, sentado y esperando a que el tren llegara hasta él.

Una vez, el fogonero sacó la cabeza por la ventana y vio una expresión extraña en la cara del perro. El maquinista lo advirtió también.

—¿Qué le pasa a tu «Pronto»? —preguntó el maquinista—. Parece preocupado.

—Tienes razón—contestó el fogonero—. Está preocupado por aquella ley que dice que en esta línea de ferrocarril no podemos trabajar más de dieciséis horas. Por tanto, tendremos que detener el tren en medio del campo y esperar a que otros ocupen nuestro lugar. Me parece que «Pronto» está preocupado porque nos meteremos en apuros si vamos tan despacio.

—¡Pero hombre! —exclamó el maquinista— ¡Esto no es ir despacio! La máquina hace todo lo que puede. La caldera está tan caliente que parece que va a explotar.

—Sí, pero esto no es bastante velocidad para mi perro —dijo sonriendo el fogonero.

El tren hizo su recorrido y después regresó. «Pronto» fue delante todo el rato. Y cuando el perro, que llevaba más de un kilómetro de ventaja al tren, entró en la oficina del jefe, éste se enfadó.

Comprendió en seguida que había perdido la apuesta, pero esto no le importaba. Le molestaba lo que la gente diría de un tren de mercancías que no había podido correr más deprisa que un perro de orejas caídas y largas patas. Dirían que el tren no valía nada y esto era insoportable para el jefe. ¡No señor! Sus trenes debían conservar la fama de ser los más rápidos de todo el país.

—¡Mire! —le dijo al fogonero cuando éste bajaba de la cabina— Ganó usted la apuesta. «Pronto» ha corrido más deprisa que el tren de mercancías, pero lo voy a cambiar a usted a un tren de pasajeros. ¿Qué le parece?

—Muy bien —repuso el fogonero—. Yo y mi «Pronto» no tenemos preferencias. Aceptamos el trabajo que nos dan si vamos juntos.

—¿Cree que el perro puede competir con nuestros rápidos trenes de viajeros?

—Lo hará fácilmente —afirmó el fogonero—. Y sin cansarse.

—Si supera a este tren, habrá dos dólares esperándole cuando regrese. «Pronto» es más rápido de lo que parece, pero no creo que pueda ganar a uno de nuestros trenes de viajeros.

Así pues, la carrera comenzaba otra vez. «Pronto» comenzó a trotar cuando salían de la estación, y por un momento pareció que el tren de pasajeros iba a superarlo. Sin embargo, cuando la carrera comenzaba a animarse, el tren debió parar en otra estación para recoger algunos pasajeros. «Pronto» tuvo que dar unas vueltas por el campo para no alejarse demasiado de la locomotora. Después, otra vez volvió a ganar, y llegó a la estación final diez minutos antes que el tren.

El jefe pensó que era culpa de la parada. Por esto el tren no había podido ganar al perro.

La vez siguiente colocó al fogonero en la cabina de un tren directo que no hacía paradas hasta el final de la línea. Comenzaba otra carrera.

Mientras, la gente que vivía cerca de la línea férrea, se iba interesando por esas carreras. Salía de las casas para ver al viejo «Pronto», de apariencia tan poco gallarda, que podía ganar a los trenes en velocidad y llegar a la estación sin que le colgara la lengua y sin cansarse. Comenzaron a creer que algo no funcionaba en los trenes; pero éstos cumplían su horario perfectamente y mantenían la máxima velocidad. El problema era el viejo «Pronto». Corría tanto que hacía que los trenes parecieran lentos. Y con tanta facilidad que parecería invisible si no se le viera correr delante del tren. Pero no era posible explicar esto a la gente del campo. Estaban seguros de que los trenes iban despacio. Comenzaron a hablar de no volver a coger el tren.

—¡Pero hombre! —decían los pasajeros—. ¡Casi podríamos ir a pie!, emplearíamos el mismo tiempo. Si mandas al mercado un ternero de un año en uno de estos trenes, cuando llegue a su destino, será ya un buey adulto.

Cuando el jefe de estación oyó estos rumores, se puso tan nervioso que empezó a morderse las uñas. Aquello debía acabarse. El viejo «Pronto» arruinaría al tren. La gente no subiría en él y mandaría todas las mercancías por camión. El jefe casi pensaba en despedir al fogonero, en decirle que cogiera su perro y se largara, pero no le gustaba reconocer que le había ganado. Era un hombre testarudo y no quería admitir que «Pronto» era más veloz que sus trenes.

—¡Eh, fogonero! —le llamó un día cuando éste bajaba de la máquina al terminar un viaje—. Ese perro suyo está causando graves problemas al ferrocarril. El maldito hace que nuestros trenes parezcan caracoles.

—No es mi perro el que causa problemas —dijo el fogonero—, sino el artículo número uno del reglamento. Mi perro no quiere perjudicar al ferrocarril cuando gana en velocidad a los trenes. Lo único que quiere es estar junto a mí. Esto es todo. Suprima el artículo del reglamento, déjelo montar en la cabina conmigo y todo irá bien.

—¡Ni hablar! Es el artículo más antiguo de este ferrocarril y no voy a cambiarlo por culpa de un perro de orejas colgantes.

El fogonero se encogió de hombros mientras se volvía de espaldas para marcharse.

—El ferrocarril es suyo —dijo; se inclinó y acarició la cabeza del perro—. No te avergüences, «Pronto», no es culpa tuya.

Antes de que el fogonero y su perro se perdieran de vista, el jefe tuvo una buena idea. «Yo arreglaré a este perro —pensó, e hizo sonar los dedos—. Tengo algo que va a ganarle. Pondré al fogonero en nuestra ‘Bala de Cañón’. Es lo más rápido que existe sobre ruedas. ‘Pronto’ es el perro más veloz que existe, pero si lo más rápido sobre cuatro patas puede ganar a lo más rápido sobre ruedas, quedaría muy sorprendido. Ese ‘Pronto’ se quedará tan atrás que costará un dólar enviarle una postal.»

—Usted se está buscando muchos líos —dijo el fogonero cuando se enteró del plan— No hay ninguna necesidad de hacer esto. Basta con que deje al perro subir a la cabina conmigo. Es todo lo que él quiere, y también lo que yo quiero.

Pero el jefe no quiso cambiar sus planes. Estaba tan seguro de que «Bala de Cañón» iba a dejar atrás al perro que sonreía abiertamente.

—Quiero ver personalmente la carrera desde la cabina de la máquina —dijo—. Y si «Pronto» supera a «Bala de Cañón», yo volveré a pie y el perro puede ocupar mi sitio.

Se corrió la voz de que «Pronto» se iba a enfrentar contra «Bala de Cañón». Los campesinos dejaron el arado y fueron a la vía para no perderse el espectáculo. Los niños no acudieron a la escuela. Mucha gente abandonó la ciudad para ver la carrera y numerosas fábricas tuvieron que cerrar. Era como si hubiera circo o empezaran las ferias.

Antes de que sonara el silbato que indicaría el principio de la carrera, el jefe subió a la cabina de «Bala de Cañón» con el maquinista y el fogonero. Quería asegurarse de que este último llenaba la caldera y de que el maquinista mantenía la máxima velocidad. Quería también estar cerca para reírse del fogonero cuando «Bala de Cañón» rebasara al perro de las orejas colgantes.

Se dejó libre un centenar de kilómetros de vía férrea y se bajaron todas las señales. El tren salió de la estación como un rayo. Eran precisas tres personas para ver pasar a «Bala de Cañón»; una para decir: «Aquí viene», otra para decir: «Aquí está» y otra para decir: «Allá va». No se veía nada por culpa del vapor, las cenizas y el humo. Los raíles estuvieron sonando como un violín durante media hora después de haber pasado la máquina.

Todas las válvulas resoplaban. Las ruedas se alzaban hasta me-

dio metro de la vía. El fogonero echaba sin parar paletadas de carbón, pero trabajaba con una sonrisa en los labios. Conocía a su perro y no le preocupaba que tuviera que correr mucho. Trabajaba tanto que desgastó los goznes de la puerta del fogón de la caldera. Desgastó también la pala, que quedó reducida a la mínima expresión. Sudaba tanto que los calcetines le goteaban.

El jefe sacó la cabeza por la ventana de la cabina: el sombrero le voló, y estuvo a punto de perder también la cabeza. La carbonilla entraba en sus ojos como piedras de granizo. Miraba a través del humo y el vapor. ¿ Dónde estaba «Pronto» ? El jefe no veía ni rastro de él. Lanzó un grito de júbilo.

—¡»Pronto», «Pronto»! —gritaba— ¡No te veo por ninguna parte! ¡Ya le hemos ganado al perro de las orejas colgantes!

—No lo entiendo —dijo el fogonero—. «Pronto» no me había fallado nunca hasta ahora. No es lo suyo estar lejos de mí. Déjeme echar una ojeada.

Soltó la pala y sacó la cabeza por la ventana. El jefe de la estación tenía razón.

No se veía a «Pronto» por ninguna parte. ¿Dónde estaría?

El jefe no dejó de burlarse y reírse del fogonero durante todo el trayecto hasta la estación. El fogonero no le respondía. Miraba constantemente por la ventana. Con seguridad había algo que no iba bien. ¿Qué debía de haber hecho «Pronto»? La estación estaba a la vista y «Bala de Cañón» comenzó a frenar. Un momento después, el fogonero vio una gran muchedumbre reunida en aquélla. Supuso que estaban esperando a «Bala de Cañón» para aplaudirle por haber hecho una carrera tan rápida. Pero, ni siquiera miraban a la vía. Todos miraban otra cosa.

—Esta gente ni siquiera ha reparado en nosotros —comentó el jefe—. ¡Haz sonar el silbato! —ordenó al maquinista, poco antes de detener la locomotora «Bala de Cañón». Pero nadie los oía ni les hacía caso. La gente miraba al otro lado y reía. El fogonero, el jefe de estación y el maquinista se quedaron perplejos.

Bajaron de la máquina.

—¡Bueno, aquí estamos! —dijo el jefe, tratando de atraer la atención. Pero nadie se la prestó, por lo que se abrió paso entre la muchedumbre.

—¿Qué sucede aquí? —insistió— ¿No habéis venido a ver a «Bala de Cañón»?

—¡Quítala de ahí! —respondió alguien— Es demasiado lenta para despertar entusiasmo. Ya hace más de diez minutos que «Pronto» está aquí.

El corazón del fogonero dio un salto cuando supo la noticia. Era demasiado bueno para ser cierto. Pero un momento después lo vio con sus propios ojos. Dando la vuelta por la estación, apareció el perro de las orejas colgantes persiguiendo a un conejo salido de entre las vías. Se divertía tanto con el pequeño animalito y haciendo reír a la gente que había olvidado por completo a «Bala de Cañón».

—¡Aquí está! —gritó el fogonero- ¡Aquí está! ¡Mi «Pronto» es fiel y otra vez ha vuelto a ganar!

El jefe estaba tan aturdido que mascaba su cigarro como si fuera chicle, y se lo tragó.

—P-p-ponedlo en la cabina. Ponedlo en la cabina y vámonos.

—Iré a pie —respondió el jefe, y comenzó a mascar otro cigarro.

—Haré lo que sea para impedir que este perro supere a mis trenes en velocidad.

Momentos después, el fogonero estaba de nuevo en la cabina con el perro junto a él, y la muchedumbre aplaudió cuando el tren salía de la estación para el viaje de regreso. Parecía como si «Pronto» supiera a quién iban dirigidos los aplausos. Su cara reflejaba gran alegría. Cuando el tren adquirió velocidad, sus orejas se movieron, levantadas por el viento.

Poco antes de que la estación desapareciera de su vista, los tres ocupantes de la cabina de la locomotora vieron a un hombre que salía de la muchedumbre y empezaba a andar junto a los raíles. Era el jefe de estación que emprendía su viaje de regreso.

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Rina

Excelente historia, siempre me ha gustado, se la leía a mis hijos cuando estaban pequeños.

Anónimo

Este cuanto me me encantaba a la edad de 10 años y aun con 30 años lo vuelvo a leer PRONTO EL PERRO FIEL linda historia

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