Shawneen y el Ganso

En la cima de una gran colina verde del país de Irlanda, vivía una vez un niño que se llamaba Shawneen.

Un día de sol, su madre, que estaba lavando la ropa, le dijo: —El fuego se ha apagado y no hay ni una cerilla en casa. Sé buen chico: ve corriendo a la tienda de la señora Murphy y compra una caja. Aquí tienes un penique.

No se necesitaban más palabras. Shawneen siempre estaba dispuesto a ir a casa de la señora Murphy.

-Voy en seguida —dijo, mientras se colocaba la gorra y se metía el penique en el bolsillo.

Al pie de la colina había un pueblecito con una hilera de tiendas en una de las calles.

La de la señora Murphy era la mejor. Vendía de todo. Si querías comprar un vestido o un jamón, podías estar seguro de que la señora Murphy los tendría.

Cuando Shawneen llegó a la tienda ya estaba sin aliento. Había corrido colina abajo, aunque el trayecto más cómodo era el de la carretera. Antes de abrir la puerta, se detuvo un minuto para mirar por el escaparate.

En el primer estante estaba la acostumbrada hilera de tazas y platos; en el segundo, tampoco había nada que comentar; pero en el tercero, cerca del escaparate, Shawneen contempló la más bonita trompeta que jamás pudo ver en su vida.

Brillaba tanto al sol que Shawneen apenas podía mirarla.

Era toda de color de oro, tan reluciente que pudo verse reflejado en ella siete veces.

Cuando Paddy, el cartero, pasó junto al escaparate para entregar las cartas, siete Paddys pasaron por la trompeta. Así era de brillante.

Os puedo asegurar que era bonita de verdad.

Hacia la mitad, tenía enrollado un cordón azul y amarillo con borlas de seda en cada extremo, grandes como una mano.

Shawneen entró en la tienda.

—Una caja de cerillas, por favor, señora Murphy; y si no es pedirle demasiado, me gustaría soplar en la trompeta.

—¿Soplar sólo? —dijo aquélla— ¡Claro que puedes, chico! Y dos veces si quieres. No es malo soplar.

La señora Murphy sacó la trompeta de la vitrina y se la dejó a Shawneen. La boquilla estaba fría, pero era suave y tenía una forma que se adaptaba perfectamente a la boca.

—No tengas miedo —dijo la tendera— ¡Sopla bien fuerte!

Al principio, Shawneen sopló muy suavemente, después un poco más fuerte, y después tan fuerte que se oyó en toda la calle, en la colina y allá lejos en el mar.

Shawneen no había oído un sonido tan bonito en la vida.

—¡Ah, es algo grande…! —dijo, haciendo chocar las borlas— ¿ Cuánto cuesta?

—Es una trompeta muy bonita —dijo la señora Murphy— No puedo dártela por menos de diez chelines y seis peniques.

Shawneen sopló nuevamente por la trompeta, pero esta vez no tan fuerte, y después la puso sobre el mostrador.

Diez chelines y seis peniques era mucho dinero. Un par de zapatos debían de costar lo mismo.

Shawneen le dio el penique y se puso la caja de cerillas en el bolsillo.

Caminó lentamente hacia la puerta y salió.

Pensaba mucho. ¿ Cómo podría conseguir diez chelines y seis peniques para comprar la trompeta del escaparate de la señora Murphy ?

No había dinero en casa para gastar en trompetas. Estaba bien seguro. ¿No necesitaba su madre un nuevo chal, el burro nuevos ar- neses y la ventana un cristal nuevo? ¿No estaba la tetera de su madre rota y decía ella que le gustaría mucho tener dinero para comprar una nueva? ¿No estaban las suelas de sus zapatos tan gastadas que decidió pasar por los campos y no por la grava de la carretera, pues le hacía daño en los pies?

«No, claro —se dijo Shawneen—, no servirá de nada pedir diez chelines y seis peniques para comprar la trompeta.»

Saltó la zanja y comenzó a subir la pendiente.

El brezo y la hierba parecían tan suaves que se sentó un rato para pensar en esa cuestión.

Aún no había acabado de sentarse, cuando, de repente, vio a un hombrecillo vestido de verde que dormía bajo unas matas a muy pocos metros de distancia. No tendría más de unos treinta centímetros de estatura y su vestido era de color tan parecido a la hierba que le rodeaba que Shawneen, tuvo que fijarse mucho para distinguirlo bien.

«¡Es un duendecillo, seguro! —se dijo—. Quizás él me diga cómo conseguir diez chelines y seis peniques para comprar la trompeta.»

Antes de un segundo, Shawneen ya tenía al hombrecillo cogido por la cintura.

Te aseguro que no todos los días puede verse un duendecillo, y, cuando lo ves, tienes que vigilarlo estrechamente porque por menos de nada se escapa.

Shawneen levantó al hombrecillo de la hierba. Éste se despertó sobresaltado y dio tal chillido que no pareció haber salido de él. Tan fuerte había gritado.

—Si eres buen chico, déjame en el suelo —dijo el hombrecillo—. Estas no son maneras de tratar a un caballero.

—Ahora mismo —dijo Shawneen—, pero antes tienes que decirme cómo puedo conseguir diez chelines y seis peniques para comprar la trompeta de la tienda de la señora Murphy.

—¡Oh, eso es muy fácil! —dijo el duendecillo-. Me estás haciendo daño. ¡Anda, quita tus dedos de mi estómago!

Shawneen levantó un poco los dedos y entonces el duendecillo comenzó a estirar los brazos, a desentumecer las piernas y a frotarse los ojos.

—Este tiempo tan caluroso le da mucho sueño a uno —comentó.

—Déjate de esto ahora —dijo Shawneen—. ¿Cómo puedo conseguir diez chelines y seis peniques para comprar la trompeta?

—¡Ah, eres un chico decidido! ¡Ganándolos, claro! No debes esperar obtener algo a cambio de nada.

—Lo sé muy bien —repuso Shawneen—, Pero, ¿ cómo puedo ganar todo ese dinero?

El duendecillo se puso uno de sus largos y huesudos dedos al lado de la nariz, e inclinándose hacia delante dijo con misterio:

—Ni una palabra a nadie: rompe el huevo y vende el ganso.

—Huevo, ¿qué huevo? —preguntó Shawneen, apretando al duendecillo más que nunca. Este último no dijo más, pero señaló al suelo.

Antes de que Shawneen dejara de pensar, miró al suelo y allí, al lado de la zanja, estaba el mayor huevo de ganso que había visto en su vida.

No necesito deciros que el duendecillo había desaparecido como por encanto.

«Bueno, el huevo bastará», se dijo Shawneen, mientras lo recogía y lo colocaba en su gorro para que no se rompiera.

«Un huevo de este tamaño —continuó para sí—, me dará un gran ganso, y un buen ganso se puede vender a buen precio en la feria. Tendré bastante dinero para comprarle a mi madre un nuevo chal, un vestido nuevo y una tetera de plata, y aún me sobrará bastante para comprar la trompeta.»

Estaba tan nervioso que apenas pudo esperar a llegar a su casa.

Cuanto antes se rompiera el huevo, mejor.

Fue por el campo, saltando las zanjas y subiendo las colmas. Que no se rompiera el huevo fue casi un milagro.

Cuando llegó a casa, su madre estaba tendiendo la ropa.

—¿Qué llevas ahí, niño? —dijo la madre.

—Un huevo de ganso —repuso Shawneen.

—Un huevo de ganso, ¿verdad? He visto huevos grandes, pero ninguno como éste. ¿’Dónde lo encontraste?

Shawneen recordó lo que le había dicho el duendecillo: que guardara silencio.

—Iba por el campo y allí estaba, solito, en la zanja.

—Y, ¿qué vas a hacer con un huevo como éste? —preguntó la madre.

—Incubarlo —contestó—. ¿Hay alguna gallina incubando?

—Seguro que hay alguna. Llévalo al gallinero.

Su madre abrió el gallinero y señaló una gran gallina parda que estaba incubando en un rincón.

—Me temo que lo encontrará algo incómodo —dijo Shawneen, mientras empujaba un poco a la gallina.

—Dentro de unos días estará tan acostumbrada a él que ni siquiera notará que lo tiene ahí —siguió la madre.

La gallina se sintió bastante incómoda con el huevo. Pero era una gallina tranquila y obediente y siguió sentada como si nada hubiera ocurrido.

  • así se quedó la gallina sentada, con una pata arriba y otra abajo, durante días y días; parecía una verdadera montana de paciencia.

    Por las mañanas, Shawneen miraba debajo del ala de la gallina para asegurarse de que todo iba bien. Y de vez en cuando acudía a echar un vistazo a la trompeta del escaparate de la señora Murphy. La trompeta parecía más bonita cada vez: siempre que le dejaban tocarla un poquito sonaba más y mejor.

    Pasó el tiempo y pronto se rompieron los huevos: doce pollitos amarillos y un ganso también amarillo. Aquéllos eran tiernos y bonitos, como cabía esperar, pero el ganso era una visión.

    No creo que se pudiera encontrar un ave más fea en toda Irlanda. Sus plumas salían como los gruesos pelos de un viejo cerdo, y tenía las patas tan rojas y grandes que lo obligaban a andar de puntillas. La cabeza era mayor que la de un ganso del doble de su tamaño, y su cuello, tan delgado y huesudo que a todo el mundo le parecía una col al final de su taño.

    —¡Qué bonito es! —dijo Shawneen a su madre—, ¿puedo cuidarlo yo mismo?

    —Claro que puedes —repuso ella—. No quiero saber nada de él He cuidado patos y gansos en otros tiempos, pero nunca he visto que de un huevo saliera nada como esto. Dios sabe qué clase de ganso va a ser. Parece que te mire como si supiera lo que piensas. Créeme, cuanto antes engorde y lo mandes a la feria, mejor.

    Shawneen pensó que aquella era una buena idea. Cuanto antes tuviera el dinero en el bolsillo, antes podría comprar la trompeta.

    Así que todos los días alimentaba al ganso con abundante comida. Shawneen pensaba que nada era demasiado bueno para el animal. En muy poco tiempo, el ganso se hizo grande como las gallinas y los pavos, y muy pronto como los propios gansos.

    Creció tanto que se convirtió en la comidilla de los vecinos.

    —Este no es un ganso común —comenzaron a decir todos— No es un ganso como los demás, lo digo yo. Mira la forma de andar que tiene. Parece como si se creyera el rey del mundo.

    Todas estas conversaciones y charlas ponían muy orgulloso al ganso. No podéis tener ni idea. Estaba tan orgulloso de sí mismo que no quería saber nada de las otras aves del corral. Con aires de rey, paseaba ante ellas.

    Los patos pensaban que era cómico, y se reían de él.

    Las gallinas no habían visto antes nada parecido y se asustaban.

    Pero los gansos no podían soportar aquellos aires.

    Con los otros animales, la cosa era distinta.

    —No es más que un ganso —decían, y se iban a sus casas. Ni siquiera le prestaban atención.

    Esto no le gustaba al ganso, os lo puedo asegurar. Como no le hacían caso, le gustaba mucho molestarlos en cuanto se le presentaba la ocasión.

    Una de sus diversiones favoritas consistía en tirar de la cola de los cerdos cuando estaban comiendo.

    —Le voy a retorcer el pescuezo si lo hace otra vez —amenazó el padre de Shawneen.

    —Posiblemente no le gustan las colas rizadas —dijo Shawneen—. Quizás estaba intentando ponerlas rectas.

    —Estirarlas, claro —siguió el padre—. Lo voy a estirar del todo si sigue haciendo tonterías de ésas.

    Un día, el ganso hizo unas muecas al burro, y éste se asustó tanto que hizo chocar el carro contra una roca y volcó dos cubos de manteca y dos cestos de huevos.

    Otro día persiguió a las cabras por un huerto de coles y un campo de patatas. Ya podéis imaginar el estado en que quedó el huerto.

    En otra ocasión, la madre de Shawneen decidió limpiar toda la casa. Fregó las ventanas, barrió el suelo y limpió las sartenes y cazuelas. Cuando todo estuvo limpio, salió a buscar un cubo de agua.

    Mientras, comenzó a llover. El ganso entró en la cocina volando por la parte superior de la puerta que hacía de ventana y se situó delante de la chimenea, como si estuviera en su propia casa. Se sacudió el agua de las plumas y batió sus alas, con lo que las cenizas y las brasas salieron despedidas por toda la casa.


 

-¡Madre mía! -exclamó la madre de Shawneen al abrir la puerta- Este pájaro nos hará salir de casa. Creo que el mejor lugar para él es la cazuela.

-¡Oh, no! —se lamentó Shawneen- Sólo trataba de ayudar y soplar un poco el fuego. Es un ganso muy inteligente.

—¡Inteligente, claro! —dijo la madre—. ¡Pues vaya trabajo me ha dado con su inteligencia! ¡Otra broma como ésta y va derecho a la cazuela!

No necesito decir que Shawneen comenzó a preocuparse al oír esto. El ganso se portaba de manera muy extraña. No llegaría a ir a la feria si seguía de aquella manera. Pero el ganso no temía nada.

Se hizo amigo de todos los cuervos del vecindario y una tarde invitó a todos a cenar. Comieron el grano con gran rapidez y las pobres gallinas tuvieron que irse a dormir en ayunas. Era el terror de la casa.

No había manera de aguantarlo.

Otro día, la madre de Shawneen estaba haciendo el pan. Mezcló la harina en una artesa y la puso cerca del fuego mientras tendía la ropa.

Hacía calor aquella tarde y el ganso se sentía un tanto amodorrado. Saltó, como siempre, sobre la media puerta y se colocó encima de la artesa para echar una cómoda siesta.

—¡Madre mía! —clamó la madre de Shawneen cuando abrió la puerta—. Esto ya es demasiado. Mañana es día de feria. Este ganso va a ir a ella con tu padre. Lo venderá por el precio que sea. No podemos aguantarlo ni un minuto más. Hay algo muy raro en esta ave. El cielo sabe lo que podría hacer con nosotros.

El ganso saltó de la artesa y pasó por el hueco de la media puerta. Se quedó fuera un momento y, pegando el oído a la puerta, se enteró de todo lo que quena decir la madre. Sabía muy bien que cuando los gansos van a la feria, no vuelven nunca más. ¡No era tonto, no!

Aquella noche permaneció despierto. Se quedó descansando sobre una pata y después sobre la otra.

Cuando el gallo comenzó a cantar, ya había tomado una decisión. Se escondería al otro lado de la valla del huerto hasta que el padre de Shawneen se perdiera de vista.

Pero la suerte quiso que Ned el Dormilón, el picaro más picaro de toda Irlanda, estuviera durmiendo allí, pues estaba siempre espiando y robando todo lo que caía cerca de sus manos.

El ganso llegó volando por encima de la valla y fue a posarse en la cabeza de Ned. Las plumas empezaron a volar. No es posible contarlo. Nunca se vio una pelea semejante. No se podía ver, a la escasa luz de la madrugada, quién era Ned y quién, el ganso. Pero, al poco rato, Ned llevaba las de ganar. Metió el ganso en el saco, se lo cargó al hombro y se fue.

Aquella mañana, cuando el padre de Shawneen ya había enganchado el burro al carro y estaba dispuesto a salir, no encontró ni rastro del ganso. Miraron arriba y abajo, pero no vieron señales suyas. Miraron detrás de esto, detrás de aquello: sin embargo, no encontraron ni una pluma.

—¡Bueno, con ganso o sin él —dijo el padre—, no puedo esperar más! —Tiró de las riendas del burro y marchó hacia la feria.

Shawneen vio cómo se alejaba el carro por el camino. Al poco rato, tomó una curva y se perdió de vista. Mientras, aquél se quedó preguntándose qué podría hacer. ¡ Había esperado tanto tiempo a que se rompiera el huevo y creciera el ganso! Era verdaderamente difícil que escapara de la cazuela con todas aquellas cosas raras que hacía.

  • ahora, cuando ya se le podía llevar a la feria, desaparecía. Shawneen no dejaba de pensar en la trompeta de la tienda de la señora Murphy. Se iba a quedar donde estaba. Brillando en la estantería.

    Comió muy lentamente su desayuno, pensando para sí.

    —Quizás haya ido a dar un paseo —dijo a su madre.

    —Sí, claro, es posible. En realidad, hace lo que quiere.

    Shawneen decidió dar un paseo por el camino. Quizás el ganso estuviera por allí.

    No había ido muy lejos, cuando se encontró con dos mujeres que recogían la ropa puesta a secar en una valla.

    —¿Han visto pasar un gran ganso, por casualidad? —preguntó.

    —¿Un ganso? —dijo una de las mujeres—. ¡No, no —siguió diciendo muy enfadada —, pero me gustaría poner la mano encima al bribón que destrozó la camisa de los domingos de mi marido y mis dos delantales nuevos!

    Shawneen caminó un poco más hasta llegar a una pequeña granja. Fuera de ella estaba hilando una mujer anciana.

    —¿Ha visto pasar un ganso grande, por casualidad? —volvió a preguntar Shawneen.

    -Un ganso, ¿eh? —dijo la anciana— No, no; pero me gustaría echar la vista encima a la tetera que había puesto a secar en la ventana. Era una buena tetera, muy brillante. Las hadas deben haber puesto sus ojos en ella.

    Shawneen siguió andando por el camino. Después de una curva, encontró a dos hombres que segaban hierba.

    —¿ Han visto pasar un gran ganso, por casualidad ? —preguntó nuevamente.

    —¿Un ganso? —dijo uno de los hombres con mal humor—. Desde luego que no; pero me gustaría poner la mano encima al pillo que

    se hizo con nuestros abrigos y nuestra comida mientras estábamos de espaldas.

    Un poco más lejos, Shawneen llegó a la furgoneta de unos estañadores ambulantes que estaba al lado de la carretera. Tres estañadores hablaban a la vez y muy fuerte.

    —¿Han visto pasar un gran ganso, por casualidad? —preguntó Shawneen.

    —¿Un ganso? —dijo uno de los estañado-

    res— No, no lo hemos visto. Pero me gustaría poner la mano encima al bribón que robó nuestros mejores cazos y sartenes.

    Algo más lejos, Shawneen llegó a una encrucijada, en la que unos jóvenes bailaban sobre una gran piedra colocada al lado de la cuneta.

    —¿Han visto pasar un gran ganso, por casualidad? —repitió una vez más Shawneen.

    Los jóvenes estaban tan ocupados riendo y bailando, y el violinista tocando, que nadie le hizo caso.

    Shawneen no insistió, pero siguió andando por el caminito que conducía a la cima de la colina.

    —Podría pasar por allí una manada de gansos y no se darían cuenta —se dijo Shawneen— Están demasiado ocupados con el bañe.

    No había andado mucho, cuando tropezó con dos guardias.

    —¿Han visto pasar por aquí un gran ganso, por casualidad? —dijo Shawneen, preguntándolo por sexta vez.

    —¿Un ganso? —dijo uno de los guardias— No, chico; pero nos gustaría poner la mano encima a Ned el Dormilón. Hemos oído decir que andaba por aquí.

    Shawneen se sentó en una piedra cercana y se preguntó qué iba a hacer. Sus esperanzas de encontrar el ganso eran muy débiles.

    Durante todo este rato se habían reunido grandes nubes en el cielo y pronto comenzaron a caer enormes gotas de agua.

    «¡Me calaré hasta los huesos, seguro!», pensó Shawneen, y comenzó a buscar un refugio. Un viejo castillo en ruinas situado en la cima de la colina próxima parecía el único refugio a la vista. Subió por esa colina, cruzó rápidamente el foso y atravesó la puerta del castillo.

    Todo era oscuro y triste entre las paredes, y la hiedra se agitaba movida por el viento. En el rincón más alejado del recinto, Shawneen encontró una habitación medio derruida que estaba seca a pesar del viento y la lluvia.

    Aún no había acabado de acomodarse, cuando oyó un ruido extraño en una habitación contigua.

    «Sss, sss, sss,…», hacía el ruido.

    «Sss, sss, sss,…», oyó de nuevo más alto esta vez.

    Shawneen se detuvo un momento.

    Había oído aquel ruido antes.

    Lentamente, fue de puntillas hacia la puerta de la habitación de donde procedía el sonido y miró. Os podéis imaginar su sorpresa. Allí, en el suelo, estaba durmiendo un hombre de fiero aspecto. A su lado había un gran saco, y ¿ qué otra cosa podía salir de éste, sino el ganso?

    El hombre se agitó en su sueño.

    Comenzó a rascarse la nariz. Iba a despertarse, no cabía duda. Shawneen aguantó la respiración.

    Entonces, el ganso sacó la cabeza e hizo «Sss, sss, sss,en su oreja, con tanta suavidad que el hombre cayó dormido de nuevo, y más profundamente que antes.

    Entonces, el ganso comenzó a rasgar el saco muy despacio con su pico.

    Mientras el agujero se iba haciendo más grande, Shawneen se acordó de lo que los guardias le habían dicho sobre Ned el Dormilón. Seguramente, aquél era el hombre que los guardias andaban buscando.

    Sin hacer el menor ruido, Shawneen atravesó la sala de puntillas, salió del castillo y comenzó a correr por la colina. Sus pies se hundían en todos los charcos, y el barro le cegaba de tal manera que casi no podía ver.

    La suerte quiso que los guardias no estuvieran muy lejos. Shawneen llegó junto a ellos resoplando. Estaba tan nervioso que apenas podía hablar.

    —¡Allí, allí arriba! —gritaba Shawneen, señalando el castillo.

    —¿Qué pasa allí arriba, chico? —preguntaron los guardias.

    —¡Creo que es Ned el Dormilón, señor!

    Sin decir palabra, los tres subieron a toda prisa la colina. En un

    abrir y cerrar de ojos, los guardias cogieron al hombre de cara feroz y se lo llevaron entre ellos.

    Con un par de buenos mordiscos, el ganso salió del. saco y se sacudió enérgicamente. Estaba muy enfadado y tenía razones para estarlo. Lo había puesto en un saco como si fuera una coliflor. Esto era demasiado para su dignidad.

    —Éste es un día afortunado para ti, chico —dijo uno de los guardias—. Será mejor que vengas al cuartel con nosotros. Este es Ned el Dormilón, ya lo creo que lo es. Le hemos estado persiguiendo mucho tiempo. Dejaremos su saco aquí y ya nos ocuparemos de él después. Estará seguro en este lugar desierto.

    Bajaron de la colina: Ned el Dormilón con un guardia a cada lado, y Shawneen y el ganso iban delante.

    Un poco después, Shawneen y uno de los guardias salían por la puerta del cuartel. El primero llevaba un pequeño saco de cuero en la mano. En él había dinero suficiente para comprar teteras, zapatos, vestidos, chales ¡y trompetas!

    —Bueno, chico —dijo el guardia—. Mereces esta recompensa por habernos dicho dónde estaba Ned el Dormilón. Ahora que ya no llueve volvamos al castillo y veamos lo que llevaba en el saco.

    Subieron, pues, la colina. Cuando llegaron al castillo, el guardia volvió el saco del revés.

    Abrigos, camisas, botes y cazuelas salieron con estrépito del interior del saco.

    *

    —¡Eh, ésta debe ser la tetera de la señora anciana! —dijo Shawneen—, estaba envuelta en el abrigo de los cortadores de hierba; y aquí están los delantales de las otras señoras y las cazuelas y sartenes de los estañadores.

    —¿Sabes a quién pertenecen todas estas cosas? —le preguntó el guardia, al mismo tiempo que se rascaba la cabeza.

    —¡Claro que lo sé! —respondió Shawneen, haciendo sonar al mismo tiempo las monedas dentro de la bolsa— Todo esto es de gente que vive al oeste’ de la carretera. Estañadores y cortadores de hierba, jóvenes y viejos. Tenga un poco de paciencia y se los traeré a todos.

    Sin otras palabras, bajó la colina y llegó a la tienda de la señora

    Murphy. En menos de nada, salió de ella y subió a la colina soplando la trompeta sin parar. ¡Y qué bien se oía por todo el valle!

    Jamás se había oído nunca nada parecido. Todos los que la escuchaban subían corriendo a la colina. Los estañadores, la mujer, los que cortaban hierba, los jóvenes bailarines, incluso la anciana dejó su rueca y fue hasta donde le permitieron sus piernas para ver qué era lo que producía aquel sonido tan hermoso. Pronto estuvieron todos reunidos allí. Shawneen los alineó ante la puerta del castillo. Cuando hubieron recuperado todo lo que les pertenecía, Shawneen tocó algo alegre con su trompeta. Entonces, todos se pusieron a bailar muy contentos. Unos minutos más tarde, bajaron y fueron por el camino del oeste. El violinista tocaba, los jóvenes cantaban y el ganso se movía desgarbadamente delante de ellos como si todo el mundo fuera suyo.

    —¡Oh, no, no! ¡Es un ganso normal y corriente! —decían todos— Es fácil verlo. No hay un ave más hermosa en toda Irlanda.


 

 

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