La llamada del otro lado de la frontera

por Devora Omer Ilustraciones de Symeon Shimin

Este cuento relata lo que ocurrió entre los niños que viven en un kibbutz.

Los muchachos viven juntos y van a la escuela en una «Casa de niños». Los padres habitan en otros apartamentos del kibbutz. Cada día, padres e hijos pasan unas horas juntos.

Todo comenzó una mañana de invierno, una de estas mañanas que apetece pasear y divertirse.

—Niños, vamos a desayunar y saldremos enseguida de excursión —dijo Ziva, la maestra, al entrar en la clase de la escuela del kibbutz de Dekalim.

—¡Bravo! —gritaron los niños.

Comieron rápidamente el desayuno, lavaron y secaron los platos, barrieron sus habitaciones y pusieron la casa en orden.

Ronen y Nizza trajeron de la cocina una bolsa de naranjas. El grupo se puso alegremente en marcha hacia la colina de Anemone, una verde ladera frente a la curva del Jordán azul.

El sol calentaba los cuerpos infantiles y sus espíritus se elevaban.

Saltaban y brincaban desde lo alto de la colina hacia abajo, rodando por el verde césped, entre risas y gritos.

 

Finalmente, los niños se cansaron. Se reunieron en torno a Ziva y comenzaron a mondar las jugosas naranjas.

—Mirad, niños y niñas —dijo Ziva, señalando hacia el frente— ¿Veis el Jordán allí, al pie de la colina? Una vez hicimos allí un concurso de natación con los niños árabes del pueblo que hay al otro lado del río.

Los muchachos escuchaban en silencio, mirando el azulado Jordán y las casas de piedra del pueblo árabe.

—Ocurrió un Sabbath —continuó Ziva—. Habíamos bajado como cada día a nadar en el río. Nos estábamos divirtiendo en el agua, cuando de repente salieron de los arbustos tres niños árabes de vuestra edad.

Al principio no les dijimos nada. Pero al cabo de un rato, apostamos a que podíamos nadar más rápido que ellos contra la corriente. Y la corriente del Jordán, niños, es muy fuerte. Hay que saber nadar muy bien para poder luchar contra ella.

La carrera fue dura. Sólo un chico consiguió nadar un —poco contra la corriente. Era un chico árabe llamado Ab-dullah.

Después, organizamos una carrera cada semana. La noticia de esta carrera se extendió como la pólvora y, cada Sabbath, árabes y judíos se alineaban a ambos lados del Jordán para observar.

Hicimos mucha práctica aquellos días. Durante toda la semana esperábamos la carrera próxima.

Algunas veces conseguimos llegar los primeros. Un día que habíamos ganado, los niños árabes nos llevaron a su pueblo y nos invitaron a comer y beber. Danzamos con ellos, jugamos y saltamos. Fue una gran fiesta.

—Dinos, Ziva, ¿ os dejaban bañar en el Jordán y no disparaban contra vosotros? —preguntó uno de los niños.

—En aquellos días había paz entre nosotros y los árabes del otro lado del Jordán —dijo Ziva.

—Y ¿por qué hay este odio ahora?

—Sí, ¿por qué? —repitió Ziva suavemente.

Los niños estaban sentados en la colina mirando hacia el Jordán y las casitas de la orilla opuesta. Contemplaban la hierba y las flores, y hablaban de la guerra, de lo terrible que era, de los problemas que causaba, del odio que sembraba.

Ronen no participó en la conversación. Se sentó a un lado, mirando al Jordán, pensativo. De pronto gritó:

—Ziva, ¡mira! Unos niños árabes están jugando allí, al

otro lado del Jordán. ¿No podríamos llamarlos y decirles que queremos hacer una carrera de natación este verano? Oh, Ziva, me gustaría hacer una carrera como la que tú hiciste. Me gustaría mucho. ¿Qué opinas? ¿Podría yo nadar contra la corriente?

Ziva sonrió.

—Creo que sí, pero…

Ronen no oyó nada más. Se puso en pie y se volvió de cara al Jordán. Agitando su pañuelo verde, gritó:

—¡Eh, chicos! ¡Eh, chicos!

—Lo han oído. Miran hacia acá.

Todos los chicos se levantaron y comenzaron a gritar a los niños árabes del otro lado del río.

—Queremos hacer una carrera de natación en el Jordán. ¿Estáis de acuerdo?

Los niños árabes estaban de pie en la orilla opuesta, agitando las manos y gritando: —¡ Shalom, shalom!

Las voces les llegaban débiles y poco claras.

—Mira, Ziva, también quieren jugar con nosotros. Nos están saludando.

Los niños, a ambos lados del Jordán, se saludaban agitando las manos.

—No creo que sepan lo que queremos —dijo Ronen— Tenemos que gritar más fuerte, mucho más fuerte.

—Eh, niños, oíd —gritó Ronen con toda la fuerza de sus pulmones.

 

En los campos lejanos, las palabras resonaban: —Oo-ooo-ooo, a-a-a-a, oo-o-o, a-a-aa…

—No pueden oírnos. Están demasiados lejos —dijo Ro nen, desilusionado— No nos oyen.

Llegó mediodía. Los muchachos se levantaron para ir a casa. En las manos llevaban manojos de anémonas de la colina. Marchaban cantando y conversando alegremente.

Sólo Ronen guardaba silencio. Iba el último de la fila. Durante todo el camino de regreso se estuvo preguntando cómo podría hablar de la carrera con los niños del otro lado del Jordán. ¿Cómo celebrar una reunión? ¿Cómo? Estuvo preocupado con esto todo el día.

Nadar en el Jordán… Aquello sí que debía ser extraordinario. No había ningún embalse. Hacían falta músculos y mucho valor. Si sólo pudiera hablar con los niños del otro lado y proponerles la carrera… ¡Qué maravilloso sería!

Pero, ¿cómo ponerse en contacto? ¿Cómo reunirse si estaban separados por una frontera a la que nadie podía acercarse ?

Pasó el invierno, y también la primavera. El verano se acercaba rápidamente, pero Ronen no se daba descanso. Estaba tratando de conseguir el sistema de ponerse en contacto con los niños del otro lado del río, hablar con ellos y fijar una fecha para la carrera.

No pensaba en otra cosa. No participó en la alegría de los otros niños cuando Blackie tuvo cachorros. No jugaba en los recreos. Dejó de leer. Dejó de prestar atención en clase. Estaba sumido en profundos pensamientos.

—Ronen, has estado distraído durante toda la clase —le reprendió Ziva.

—¿Qué te pasa, Ronen? —le preguntaban sus padres.

Un día, una idea brilló en su mente. Aguardó impacientemente a que terminara la clase. Abandonó el edificio y marchó hacia el bosque del kibbutz. Pasó varias horas entre los árboles y regresó hacia el anochecer.

Al llegar a casa de sus padres, estaba lleno de polvo, manchado y muy cansado.

—¿Dónde has estado, Ronen? —le preguntó su padre.

—No me preguntes, papá. Es un secreto. Pronto te lo explicaré todo.

Su padre no preguntó más. Un secreto es un secreto.

Cada día, al terminar las clases, Ronen corría al bosque. Llevaba allí un largo palo, cuerdas, una pala, un martillo y clavos. Trabajaba durante horas y horas sin parar.

—Ronen, ¿qué haces en el bosque? —preguntaban los niños.

—Ronen, ¿estás construyendo una casa? —le preguntaron mientras miraban cómo plantaba allí el palo en un agujero que había hecho en el suelo. Fijó el poste con unas cuerdas.

—Es una sorpresa —respondió Ronen—. Pronto lo sabréis todo.

Los niños estaban molestos por el secreto de Ronen. Esperaban con impaciencia el día en que se decidiera a hablarles de él.

—¿Qué puede ser?

—Está construyendo algo, pero ¿qué es?

—Tendremos que seguirle.

-Sí. Y ver lo que está haciendo.

—Yo lo he visto ya. Está plantando un palo; pero ¿para qué será?

—Hay que tener paciencia y lo descubriremos todo.

Una tarde, Ronen no fue al apartamento de sus padres para la visita diaria.

Llegó la noche, cada vez oscurecía más y Ronen no había llegado todavía. Sus padres, preocupados, comenzaron a impacientarse.

¿Dónde estaba su hijo? ¿Qué le había ocurrido? Preguntaron a sus amigos.

—Apuesto a que está en el bosque, trabajando en su secreto —dijo uno.

—¿ En el bosque, de noche, solo, fuera del patio del kib-butz? —exclamaron los padres de Ronen. Rápidamente se dirigieron al bosquecillo.

La noche era negra como el betún y el viento soplaba entre las ramas produciendo un ruido de látigo. Ras, ras, ras. Los padres de Ronen avanzaron lentamente por el bosque a través de la negrura, buscando. De pronto oyeron la voz de Ronen:

—Atención, atención, aquí Ronen hablando; Ronen del kibbutz Dekalim.

Sus padres corrieron hacia el sitio de donde procedía la voz.

—Atención, atención, quiero invitar a los niños a un concurso de natación en el Jordán. Atención, atención…

Los padres de Ronen alumbraron con sus linternas. Vieron a su hijo sentado, junto a un poste sostenido por cuerdas.

Del poste salía un cable telefónico, al que estaba conectado un pequeño micrófono, por el que hablaba Ronen.

—Ronen —musitó su padre.

Ronen se volvió.

—¡Papá, mamá! —gritó a punto de llorar—. No consigo nada. No responden del otro lado. No hablan.

El padre pasó su mano sobre la cabeza de Ronen.

-¿Con quién quieres hablar, hijo?

-Con los niños árabes del otro lado del Jordán. Ziva nos dijo que antes de la guerra un cable telefónico cruzaba la frontera por aquí. Encontré el cable. Estaba enterrado en el suelo. Lo saqué y lo coloqué arriba del poste. Estoy llamando y no me contestan. ¿Por qué no contestan, papá?

—Hijo —dijo el padre—, los cables están cortados. No hay comunicación telefónica entre nosotros.

Ronen y sus padres caminaron en silencio hacia el patio del kibbutz.

—Papá —dijo Ronen sacudiendo la mano de su padre—. Dime, ¿cuando pondrán la línea otra vez?

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