Los zuecos

por Annie M.G. Schmidt Ilustraciones de Marijke de Graaf

Era un sábado del mes de marzo. Unas cuantas motocicletas estaban aparcadas frente al petatkraam, una tienda donde venden patatas fritas y helados. Jan colocó su pequeña bici junto a las motocicletas y entró. Puso quince centavos sobre el mostrador.


 

—Un cucurucho de helado —dijo.

Kees, con su chaqueta blanca, estaba detrás del mostrador friendo las patatas. —¿Con el tiempo que hace? —preguntó—. ¡Si todavía no ha parado de nevar! Bueno, te daré el helado.

Los motociclistas estaban sentados en un rincón de la tienda. En medio de ellos, un extranjero trataba de explicarles algo. Tenía los dedos índices levantados y separados, como indicando lo grande que era el pez que acababa de pescar.

—Debía ser un pez muy pequeño. Del tamaño de mis zapatos -pensó Jan.

Los motociclistas miraban al extranjero y movían la cabeza. —Es un americano. Un turista —dijo Kees.

¡Un turista! Jan sabía algo de los turistas por los programas de televisión, pero nunca había visto un turista de verdad. Nunca iban allí, porque no había nada que ver en aquel pueblecito; sólo almacenes para tomates y pepinos, y edificios en construcción.

¡Así que aquello era un turista! Parecía tan normal, vestido con jersey y pantalones, como todos los demás hombres del pueblo.

—Quiere comprar unos zuecos para su hija —dijo Kees—. Está explicando de qué tamaño deben ser. Ha venido especialmente de Rotterdam. En autobús. ¡A comprar zuecos! Yo le dije que debía ir a la ciudad, a una tienda de souve-nirs. Pero dijo que no, que él quiere auténticos zuecos, como los que lleva la gente aquí, ¿Conoces alguna tienda donde los vendan, Jan?

Jan lamió su helado, un helado de fresa. En un cucurucho. —Es una pregunta difícil —continuó Kees—. Ninguno de nosotros sabe qué responder. Después de todo, ¿quién lleva zuecos aquí? Estos americanos piensan que todos calzamos zuecos. Mira que…

—Mi madre conoce una tienda donde los venden —dijo entonces Jan.

—¿Han oído ustedes? —gritó Kees a sus clientes—. Este niño sabe dónde adquirir zuecos.

Todo el mundo miró a Jan con respeto. Jan pensó que hubiera sido mejor quedarse callado.

Momentos después salía de la tienda de helados con las diez guilders del sonriente americano. También llevaba un cordel, que era la medida exacta de los zuecos que el americano quería. Jan subió a la bici y se fue a casa. De repente se acordó de que su madre no estaría en casa hasta después de cenar. Pero pensó que quizá su padre sabría dónde comprar zuecos.

Su padre estaba en la salita jugando al ajedrez con Fred, el hermano mayor de Jan.

—Papá, ¿conoces alguna tienda donde vendan zuecos? —preguntó Jan.

—¿Para qué quieres unos zuecos? —preguntó el padre.

—Hay un americano en el petatkraam. Ha venido expresamente para comprar unos zuecos para su hija.

—¡Qué tonto! —dijo el padre levantándose enfadado— Estos extranjeros piensan que aquí todavía vamos con zuecos. ¿Dónde está este hombre?

—En el petatkraam —repitió Jan.

—Dile que éste es un país moderno —gruñó el padre—. Con fábricas tan grandes como en América. Y que tenemos el mayor puerto del mundo. Sí señor, ¡en Rotterdam! Dile que no somos campesinos que andamos por ahí con zuecos, sino un país orgulloso de sus diques. ¡Durante mil años hemos estado preservándonos del mar, y lo hemos hecho con presas, diques y puentes!

El padre golpeaba la mesa con el puño. Jan se hizo atrás, sorprendido. ¿Tenía que decirle todo aquello al extranjero? ¡Pero si no entendía el holandés!

Fred comenzó también a gritar meneando su larga cabellera.

—¡No, no usamos zuecos! En nuestro país circulan tres millones de coches que originan embotellamientos. Y ¡qué orgullosos estamos! ¡Los peces flotan muertos en los ríos, los pájaros se ahogan en petróleo, las fábricas huelen tan mal que nos están envenenando! ¡Y los lagos están contaminados!

—¡Silencio! —gritó el padre—. Tus explicaciones no conducen a ninguna parte. ¿Por qué no vas al barbero a que te corte las greñas que llevas?

Fred gritó también. Y Jan dio media vuelta y salió corriendo. Siempre ocurría lo mismo. Primero, su padre y su hermano comenzaban jugando al ajedrez. Y de repente —BANG— ¡una pelea! ¡Y lo único que él quería era saber dónde vendían zuecos!

Regresaría al petatkraam y diría que, sintiéndolo mucho, no conocía ninguna tienda. Pero la palabra «lago» se había grabado en su mente.


—Hennie —pensó—. Hennie tiene unos zuecos.

Hennie era una compañera de clase que vivía en una casa flotante en el Zuiderplas. No estaba lejos de allí.

Jan tomó la concurrida ruta del dique que atravesaba el pueblo. A un lado de la carretera había casas. En el otro lado había invernaderos, filas y filas de invernaderos para cultivar tomates y pimientos.

Hacía viento, un viento fuerte y racheado. De vez en cuando un camión pedía paso a Jan, pero ya estaba acostumbrado. Su madre siempre sé quejaba.

—¡Con este tráfico, y el niño en bicicleta! Sólo tiene ocho años.

Pero su padre decía: —Sé razonable. Todos los niños de su edad van aquí en bicicleta a pesar del tráfico, y él maneja su bicicleta mucho mejor que tú.

/


Y era verdad.

Jan viró a la izquierda y cruzó el puente. Una carretera estrecha y tranquila se abría a lo largo de un ancho canal. Dos veces ya había caído en él. Una mientras estaba pescando y otra cuando iba montado en bici.

Su padre le había dicho: «Si te caes otra vez al canal, te quitaré la bici. Tendrás que ir a pie a la escuela.»

Unas avefrías volaban. Algo saltaba, una y otra vez, en el agua: eran pececillos.

—No todos los peces han muerto —se dijo Jan mientras

luchaba con el viento de costado—. ¡Y mira cuántos pájaros están aún vivos!

Por un momento salió el sol, y el lago apareció ancho y muy azul. Casi no se veían barcos navegando; todavía no era la temporada.

Vio a Hennie, en la cubierta, lavando a su perro en un cubo.

—Hola —dijo Jan.

—Hola —replicó Hennie.

—¿Tienes aún tus zuecos?

—¿Mis qué?

—Tus zuecos. ¿No llevabas unos el Día de la Reina?

—Ah, sí —dijo Hennie, sin dejar de lavar a su perro. Al perro no le gustaba que lo lavaran.

—Te los compro —dijo Jan— Diez guilders.

Hennie dejó ir al perro, que saltó y se sacudió el jabón.

—No puedo venderlos —dijo ella— No puedo aceptar dinero.

—Pregúntale a tu madre —dijo Jan.

—No está en casa. Se fue a ver a la abuela.

De repente, Hennie dijo: —Podemos hacer un cambio.

—¿’Un cambio? —preguntó Jan.

Hennie señaló los zapatos de Jan. Calzaba zapatos de pana con suela de goma. Jan dudó. Si cambiaba sus zapatos por los zuecos, se podía quedar con las diez guilders. Las tenía allí, en su bolsillo. ¿’Podría comprarse unos zapatos iguales por diez guilders?

—De acuerdo —dijo. Y comenzó a descalzarse.

Hennie se puso los zapatos de Jan y empezó a correr arriba y abajo, por la cubierta.

—Ahora dame los zuecos —dijo Jan impaciente.

Hennie entró. El perro ladró furiosamente a Jan. Su pelo estaba todavía lleno de espuma de jabón.

—Aquí están —dijo Hennie, sin aliento, cuando por fin regresó con los zuecos— Estaban en el armario de los vestidos. ¿Crees que podrás ir en bicicleta con ellos?

Jan asintió con la cabeza mientras comparaba los zuecos con el trozo de cordel. Serían un poco grandes para la niña americana, pero no estaban mal. A él le iban bien. ¡Qué cosa más rara eran unos zuecos!


 

—Gracias. ¡Adiós, Hennie! —dijo.

El tiempo había empeorado. El viento soplaba más fuerte. De las tenues nubes comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia.

Mientras Jan pedaleaba, los zuecos resbalaban de los pedales de su bici. Pasó de nuevo por la carretera estrecha, con el viento de costado. Cuando iba a girar para entrar en la ruta del dique, detrás del puente, —¡zas!—. Uno de los zuecos se cayó al suelo. Trató de cogerlo con el pie, pero perdió el equilibrio y un golpe de aire arrojó a Jan al canal. ¡Con la bicicleta!

Abrió la boca, escupió, apretando las cañas con las manos. No era necesario nadar. Aquel lado del canal era muy poco profundo. Cuando arrastrándose llegó a la ribera, pudo coger su bici por el manillar y subirla a la orilla.

Uno de los zuecos estaba en la carretera. El otro flotaba, como un bote desafiante, en medio del canal.

—No voy a coger esta birria de cosa. Al americano, ¡que lo ahorquen! Perdí mis zapatos, y ahora seguro que mi padre me quitará la bici.

Pero regresó al canal y a los pocos minutos estaba otra vez en la carretera con el zueco en la mano. Furioso, arregló el manillar, puso los zuecos en el saco de la bici y empezó a pedalear sin otra cosa en sus pies que los calcetines. Sólo entonces se dio cuenta que el viento helado penetraba a través de su chaqueta de nilón.

Dobló la esquina y enfiló de nuevo la ruta del dique. Los coches y las motos pasaban zumbando. Nadie reparó en él, ni se dio cuenta de lo mojado que estaba.

Por lo menos algo había mejorado. El viento soplaba ahora a su espalda y la tormenta quedaba atrás.

Era casi de noche cuando Jan llegó al petatkraam. Kees era el único que quedaba allí.

—¡Por Dios! —dijo Kees—. El americano acaba de marcharse.

—¿Dónde ha ido? —preguntó Jan— Tengo los zuecos.

—No lo sé. Probablemente a Rotterdam. Son las seis. Todo el mundo se ha marchado a casa a cenar.

Kees miró otra vez al chico.

—Pero, ¿qué te pasa? Estás verde —gritó—. ¿Te has caído al agua?

Jan salió de la tienda, con la cabeza baja. Se sentía horriblemente mal. Lo único que deseaba era llegar donde estaba su madre. Cuando llegó a la puerta de su casa, se acordó de que ella no volvería hasta después de la cena. Casi mejor, pensó Jan. Seguramente se hubiera enfadado. Se la imaginó diciendo: —¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde están tus


zapatos? ¡A la cama en’seguida! Mañana tendrás una pulmonía que será difícil curar.

Podría escabullirse escaleras arriba, tomar una ducha y secar los vestidos. El lunes se compraría otros zapatos. El billete de diez guilders estaba mojado, pero lo tenía en su bolsillo.

Mientras subía silenciosamente la escalera, oyó a su padre y a su hermano que hablaban en el salón. Se quedó tieso como un palo. ¡Estaban hablando inglés! Suavemente, abrió la puerta del salón.

Allí, en el sofá de cuero, bajo la lámpara, estaba el americano. Fred hablaba con él, mitad en inglés mitad en holandés, gritando algo sobre la polución del aire.

—No, no —interrumpió entonces el padre—. ¡Las obras hidráulicas!


El americano escuchaba cortésmente. De repente, vio a Jan.

—Hola —dijo levantándose.

—¡Vaya, por Dios! ¡Aquí lo tenemos!vdijo Fred.

—¿Dónde estabas? —preguntó el padre. Estábamos preocupados. Fred fue a buscarte y regresó con este señor.

Jan sostenía los zuecos con las dos manos. El americano los tomó cuidadosamente. Aún estaban húmedos, pero se los podía secar.

—El niño está empapado —exclamó el padre.

—¿Tanto llueve? ¿Te volviste a caer otra vez al canal?

—Fui a buscarte al petatkraam —dijo Fred— El americano salió y me preguntó por el autobús. Dijo que no habías regresado. Entonces le dije: «Míster, si mi hermanito le promete traerle unos zuecos, los traerá, aunque tenga que ir al Polo Norte a buscarlos».

—Al canal —gritó el padre— No puedo creerlo. Dúchate con agua caliente inmediatamente. -Mientras, te prepararé una taza de cacao.

¡No dijo nada de la bicicleta!

—Continuemos —dijo el padre—. Le decíamos a tu americano cómo van las cosas de verdad en este país.

El americano miró los pequeños zuecos con deleite. Dijo: —Auténticos zuecos de madera. Para mi hija. ¡Auténticos! Como los que llevan todos los niños holandeses.

Lo dijo en inglés, pero Jan lo entendió. Silbando, subió corriendo a darse una buena ducha.

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Raul

Inolvidable historia gracias x publicarla

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