Muchos besos de Akira y Tom

por Momoko Ishii Ilustraciones de Koko Fukazawa

Después del fin de la segunda guerra mundial, uno de los peores problemas con que se enfrentó el Japón fue la escasez de alimentos y viviendas. Todo el mundo tenía hambre y mucha gente de la ciudad, escritores, artistas, maestros, se fueron al campo unos años para ganarse la vida como campesinos.

Una niña llamada Toshi y su madre, maestra de escuela, marcharon a vivir a un pueblo de montaña en el norte del Japón. Esta zona montañosa es muy fría y con mucha nieve en invierno. Con ellas se fue una amiga de la madre, tía Hana, y su joven sobrino, Akira. Construyeron una casa al pie de la colina y fueron muy felices al verse dueños de la nueva casa. Pero, poco después, comenzaron a preguntarse si realmente eran los dueños de la casa, porque una legión de ratas se instaló también allí, tratando de apoderarse del lugar. Entonces Tom, el gato blanquinegro, tuvo que ir a ayudarles. Se convirtió en un miembro más de la familia y corrió muchas aventuras con los otros cuatro.

Era el tercer invierno que pasaban en la montaña y el segundo para Tom. La montaña y los campos estaban cubiertos de nieve. Durante la época que no se trabajaba en el campo, mamá y tía Hana daban clase de costura a las

 

ninas vecinas. Era la única época del año en que los niños podían disfrutar de tiempo libre en las horas después de clase.

Todos los días Akira se ponía los esquís que pertenecían a su tía, e iba a ver los rastros en la nieve. Se los llevaba incluso al colegio, para enseñárselos a sus amigos. De esta manera, podía ir todas las mañanas a colocar trampas para los conejos.

Pero una idea fija empañaba la alegría de Akira ante el tiempo invernal. Era la idea de Navidad, que se iba acercando.

Hacía unas semanas que todos los de la familia trabajaban en secreto durante el tiempo libre. Akira era la única excepción.

El año anterior todos habían prometido no comprar nada para la Navidad siguiente. Tenían que pensar en regalos que pudieran fabricar ellos mismos, comenzar a prepararlos con tiempo suficiente y evitar así los apuros de última hora.. Pero ninguno de ellos había conseguido lograr esto. Ahora, en el último minuto, mamá, Toshi y tía Hana estaban muy ocupadas, trabajando a escondidas.

Siempre que Akira se olvidaba y abría de golpe el armario, tía Hana gritaba:

—¡Akira, cierra el armario!

Y    por la noche, cuando abría la puerta corredera, Toshi gritaba:

—¡No espíes!

Y    Toshi tenía ya que estar durmiendo…

Akira no sabía ya qué hacer. No tenía ni idea. Un día, por la mañana, su madre le sugirió que tratara de hacer una trenza con una cuerda de embalar y unas pajas, con una inscripción que dijera:

Para todos, con muchos besos de Akira.

Akira se sintió feliz. Pensó que la idea era muy buena. Comenzó a trabajar en el cobertizo. Pero, trabajando a escondidas, no conseguía progresar mucho; además temblaba de frí° en la oscuridad.

Cuando tenía ya hecho un metro, vio que la trenza se parecía mucho a un dibujo de intestinos de animales que había visto en un libro de ciencias. Así que, disgustado, abandonó la tarea y echó la cuerda a la basura.

Estaba ya tan apurado que escribió una carta a su tío de Tokio pidiéndole que le mandara algo que pudiera usar como regalo de Navidad.

Pero como era ya el 22 de diciembre, no cabía esperar que la respuesta de su tío llegara a tiempo.

En casa, donde todo el mundo se apresuraba en el trabajo, en una atmósfera de misterioso secreto, Akira, a quien normalmente no le importaba nada, no hacía otra cosa que estar triste y suspirar. Esto sólo empeoraba las cosas. Y la mañana del 23 llegó.

No le quedaba, pensó, más que una solución. ¡Si sólo un conejo, uno solo le ayudara, dejándose atrapar en la trampa! Si pudiera capturar un conejo, le colgaría del cuello un cartel que dijera:

Muchos besos de Akira, con la plena seguridad de que no habría mejor regalo.

Hacía varios días que no iba a ver sus trampas. ¿ Cómo saberlo, pues? Podía incluso haber tres o cuatro conejos atrapados, esperándole. Si la zorra hubiera robado las trampas, como ocurrió el año anterior, la cosa sería diferente; de todas formas, aún quedaba alguna esperanza.

Pero la tarde del día 23 no pudo esperar más. Se puso la gorra de invierno, tomó los esquís y salió.

Dispuesto a dar un paseo, el gato Tom se fue con él.

En la cima de la colina, frente a la casa, Akira se puso los esquís. Tom corrió tras él siguiendo el rastro de los esquís. Cruzaron el campo de trigo y llegaron al primer canal fangoso. Andando de lado, como un cangrejo, Akira se abrió paso con un alarde de habilidad hacia el lado opuesto y lle-

gó al canal siguiente. Todas las trampas estaban vacías. En los últimos cuatro o cinco días el tiempo había sido bueno y soleado y se había fundido mucha nieve. Las trampas colgaban muy alto, sobre las ramas. Ningún conejo sensato

trataría de saltar para atrapar un arco de acero que estaba tan alto, pensó Akira; a no ser un conejo de circo…

—¡Maldición! —musitó.

Intentó pasar al otro lado del canal, cuando ocurrió algo sorprendente e inesperado. A sus pies se oyó un ruido de alas, que le impresionó de tal manera que se cayó de espaldas.

¡UUUSSHHH! Tom pasó como disparado por un cañón. Delante de él, algo extraño con plumas estaba provocando un gran revuelo, tratando de levantarse del suelo. ¡Era un faisán!

Akira se quedó boquiabierto.

Por alguna razón, probablemente a causa del intenso frío, el faisán no pudo volar muy lejos. Aterrizó al lado de un macizo lleno de cañas, a la izquierda de Akira.

Akira gritó muy fuerte. Rápidamente se quitó los esquís, bajó por la pendiente y comenzó a correr hacia el cañaveral.

Pero Tom fue más rápido todavía. Salió corriendo, delante de Akira.

—¡Tom, espera! —gritó Akira.

-Rrrr… -gruñó Tom, saltando como si tuviera muelles en las patas.

Akira le había ya alcanzado. En la espesura del cañaveral, el faisán estaba postrado, con la cabeza hundida entre las hierbas secas, y la cola, bermeja y dorada, se levantaba erguida.

—¡Atrápalo! —se dijo Akira cogiendo ánimos.

Gritando, Akira se arrojó al suelo y agarró el faisán. Este se revolvió ferozmente entre sus manos, pero Akira no abandonó. Abalanzó todo su cuerpo contra la presa, que seguía luchando.

—Rrrr… —gruñó Tom saltando sobre él.

—No seas idiota, Tom. ¡Déjanos! —exclamó Akira.

Apartó a Tom como pudo y se levantó. Por suerte, el faisán estaba todavía en sus manos.

¿ Soñaba o era todo verdad ?

—¡Eh! —gritó Akira.

Una y otra vez, Tom saltaba hacia él. Y una y otra vez, Akira lo apartaba con el pie.

Agarrando fuertemente al faisán, comenzó a correr.

—¡Un faisán! ¡He atrapado un faisán! —gritaba a viva voz mientras corría.

Oyó un griterío que le respondía en la dirección de la casa.

Tropezando y vacilando, Akira seguía corriendo. A distancia, delante de él, vio una multitud que se iba agrupando, que le gritaba y agitaba las manos, como un océano de olas.

Al aproximarse a casa, vio que sus ojos no le estaban engañando. Cuando oyeron sus gritos, todas las niñas de la clase de costura y todos los de la familia salieron corriendo. Los vio en el pórtico y mirando a través de las ventanas

abiertas de la sala, levantando las manos y golpeando el suelo con los pies con gran entusiasmo. Gritaban con más fuerza que los espectadores de la carrera de relevos en la fiesta atlética del colegio.

Apartando a Tom y sacudiéndose la nieve, Akira seguía corriendo. Resoplando, atacó el último obstáculo, la cuesta frente a su casa, con el faisán levantado como un trofeo, para que todo el mundo lo viera.

—¡¡Hurrraaaaaaü —resonaban las exclamaciones de entusiasmo.

Todos estaban agotados de tanto alboroto. Con las manos en los costados, cayéndose unos encima de los otros, se sentaron en el pórtico. Nadie había visto un espectáculo como aquél en muchos años.

—¡Magnífico, Akira! —exclamó con entusiasmo tía Hana.

—Yuuuuu… —resopló Akira. Aliviado, se arrojó sobre la nieve delante de todos.

En aquel momento se oyó un fuerte estrépito de alas que se movían.

El faisán se escapó de las manos de Akira y se levantó, con dificultad, en el aire.

-¡Mirad! ¡Se va! -resonó la voz de la madre como un trueno.

—¡No! —gritaron todos. En aquel preciso momento, un relámpago negro y silencioso saltó sobre el faisán.

Era Tom.

Tom saltó al aire. Más arriba todavía que el ave. Después se arrojó sobre el blanco de plumas. Los dos cayeron al suelo.

—¡Hurra! —exclamaron todos los presentes.

Las exclamaciones de aprobación eran diez veces más fuertes que antes. Pero esta vez, todo eran aplausos para Tom.

Arrastrando el faisán por la nieve, Tom marchó hacia la casa.

Después de la cena, al día siguiente, víspera de Navidad, todos se retiraron a sus escondites particulares y prepararon la presentación de los regalos.

Sólo tenían 15 minutos para hacerlo.

Transcurrido el tiempo, salieron todos, tratando de reprimir su júbilo y se reunieron alrededor de la mesa, cada uno con una serie de paquetes.

Primero tocó el tumo a mamá.

Para tía Hana: un guante de lana para trabajar cuando hiciera frío. (El otro guante quedaría terminado dentro de u^o o dos días; pensó que a tía Hana no le importaría.)

Para Akira: un chaleco acolchado. (Hecho con una cortina vieja. En la parte delantera sus iniciales, A. O., estaban bordadas en rojo, en bonitas mayúsculas.)

Para Toshi: un quimono. (Una pieza de exquisitos colores, hecha de retales de tela cosidos entre sí.)

La siguiente fue tía Hana.

Para mamá: ropa interior para esquiar. (Hecha con un antiguo jersey, garantizado contra el frío.)

Para Akira: tía Hana fue a la cocina y regresó con uno de los esquís. (Se los había prestado mucho antes, pero ahora confirmaba el regalo. Tenía que perdonar el que no le trajera los dos, pero eran demasiado largos.)

Para Toshi: ropa interior para esquiar. (Sentía mucho que los dos regalos de Toshi estuvieran hechos con retales, pero esperaba que esto no le importaría, porque hacía juego con la que había hecho para mamá.)

Le tocó el turno a Toshi.

Para la madre, tía Hana y Akira: un par de manguitos de tela, hechos a mano.

El último fue Akira. Hasta entonces había permanecido sentado, sonriendo bobamente cada vez que uno de los presentes le hacía un regalo. Pero ahora que le tocaba el tumo, su expresión se volvió más sombría, porque sabía perfectamente que los demás ya conocían lo que les iba a regalar.

—Hum, yo… pues… —fue todo lo que pudo decir al principio. Pasaron apuros para conseguir sacarle algo más.

Finalmente se serenó, abrió el paquete que estaba junto a él y sacó una gran bandeja. En la bandeja había un manojo de plumas de faisán atadas con cintas.

—Hum…, bueno, la carne del faisán nos la comimos ayer para cenar, y la debemos tener todavía en el estómago, pero esto es para todos, con muchos besos de Tom y míos.

Los otros tres aplaudieron frenéticamente.

Llegó el último de todos los regalos. «De todos, con muchos besos, para Tom». Era un collar nuevo, muy bonito, fabricado con un antiguo collar de muñeca. Cuando Toshi lo puso alrededor del cuello de Tom, éste, que dormía en el regazo de Akira, abrió los ojos soñolientamente.

—¿Qué es todo este jaleo? —pareció preguntar. Al momento, se volvio a doblar sobre sí mismo, y se durmió.

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